A estas alturas no es fácil encontrar algo que te lleve al éxtasis, dejando el sexo a un lado. No me refiero a ese tipo de delirio.
En estos días he tenido la inmensa fortuna de llegar a él en dos ocasiones. Y ha sido la naturaleza quien me lo ha regalado.
La primera vez que subí al barco, pensaba en no marearme, la anterior experiencia años atrás, había sido nefasta. Poco a poco fui despreocupándome de la fuerza que estaba haciendo con mis manos para sujetarme y comencé a disfrutar del paisaje. ¡Qué bonito!, pensaba. Mi anfitrión, conocedor hace muchos años de la zona, iba diciendo nombres. Esta es la cala de Enmedio, aquí está la cala del Plomo, ahora vamos a la cala San Pedro. Para mí eran playitas con más o menos encanto. ¡Qué bonito!, repetía.
Esta zona más blanca es coral fosilizado y la roca más oscura es volcánica. ¡Mira! Eso es cala Rosa y ahí está cala Montoya, casi nunca se ve a nadie allí.
No dejaba de sonreír y sentir cómo mi curiosidad estaba disfrutando del festín. A los pocos días salimos de nuevo a navegar. Esta vez me sentía más segura y ya no eran fuegos artificiales lo que veía provocados por la novedad. Poco a poco fui observando detalles y mi mente comenzó a crear una sinfonía.
Aquellos inmensos acantilados en los que rompía el agua del mar, ese ahora tranquilo, ahora furioso. Ahora añil, ahora turquesa. Aquellos, como decía, comenzaron a hablarme. Me explicaron que hacía millones de años estaban bajo el mar, que fueron saliendo gracias a los volcanes submarinos y movimientos de placas. Estaban allí, majestuosos, serenos, fuertes. El silencio, solo roto por el sonido del agua rompiendo, era sobrecogedor. No dejaba de mirar y ver, de sentir como todo me hablaba. Me enseñaba las cuevas donde el agua era turquesa a la entrada. Sin duda, ahí vivían sirenas, pensé sonriendo. Escuchaba el susurro del viento rebotar en aquella inmensidad. De pronto vi como saltaban una docena de peces voladores y no pude evitar gritar “mira”, como una niña que ha descubierto un tesoro.
La velocidad del barco aminora y es entonces cuando, sin poder evitarlo, me siento parte de todo aquello, mi respiración es entrecortada y lentamente llega ese éxtasis al que me refería al principio. Esa calma, esa comunión, coger aire de manera atropellada, esa primera lágrima que cae sobre la mejilla húmeda. Ese momento en el que estás convencida de que eso debe de ser un orgasmo del alma.
Ana Melgosa