LABERINTO SALVAJE 1, Autor: Luis Vinuesa García

Es de noche y me hallo junto al mar estrujando una bola de papel, traslación figurada de mi cerebro, como si dijéramos, pues en ese gurruño tengo escritas mis mierdas espirituales que pretendo depurar arrojándolas al fuego. Un tipo me precede ante una hoguera cuyo pico de llamarada sube, con facilidad, hasta los dos metros y medio. Él va tan pedo, o eso aparenta, que permanece inmutable a una cercanía potencialmente crematoria. El fuego irradia tantos grados Celsius como para alcanzar la purificación teleológica del alma o lo que uno desee creer.

Me sitúo al lado del individuo y le sugiero que se retire de la hoguera, que la va a liar. Es un hombre baqueteado, eso me dicen sus arrugas, sus ojos fijos, perdidos en el fuego, me informan de un cuelgue entre poético y lisérgico, como el que presenta Jim, el personaje del cuento homónimo que abre El gaucho insufrible (Bolaño, 2003). En el DF, el narrador de «Jim» encuentra a Jim delante de un tragafuegos callejero. El artista flamígero le escupe muy cerca: un metro más y lo achicharra. El narrador piensa de Jim que parece «chingado, hechizado» y se lo lleva de allí.

 

El embrujo de México lo había atrapado y ahora miraba directamente a la cara a sus fantasmas.

 

El embrujo de la noche de San Juan me tiene a mí pillado, por lo que me apresuro en arrojar a la hoguera mi papelucho de los malos rollos: se consumen en nanosegundos. A su vez, el Jim del Mediterráneo muestra una cuartilla rellena por las cuatro esquinas. Joder, pienso, o le invade mucha negatividad o acaso la ha detallado minuciosamente. El tipo me tiende su escrito y me hace ver que lo lance por él. Debe suponerle un fardo pesado y en este rincón de la Costa del Azahar ostentamos buena onda o buena vibra y hacemos favores. Aunque, por mi lado, con un punto de intromisión, mejor llamémoslo curiosidad, por el contenido de la cuartilla del Jim del Mediterráneo. A la luz de la llama, música de ardientes latidos (¿?), descifro la letra de Bolaño. La reconozco bien; ahora su caligrafía es pública, pues en las nuevas ediciones suelen incluir notas de escritura de su puño y letra. En definitiva, que la cuartilla resulta ser el manuscrito «Jim». ^^, así me quedo, asombrado por el descubrimiento, con mis cejas como tildes de acentos circunflejos. Jim me empuja bruscamente: la indicación de que arroje el cuento de una puta vez al fuego. Total, si ya está publicado, no hay problema, pienso que me dice Jim con el gesto de su rostro a veces oculto, a veces iluminado, por el flamear de la hoguera. Vale, arrojo el manuscrito sin mayor dilación.

Nos toca saltar, son las primeras palabras que oigo de Jim en un castellano blandengue, ese de los anglosajones. Oye, digo, yo nunca he brincado, yo dejo los deseos para las estrellas fugaces. El rito por aquí, en la playa Sin Nombre, es quemar los malos rollos y quien quiera pedir esos deseos, o bien de protección, o bien de buena suerte, que le eche valor y salte al otro lado del fuego. Ahora sería atravesarlo a las bravas, ya que se eleva muy por encima de nuestras cabezas. Lo más sensato es aguardar a que las llamas se reduzcan, le digo a Jim, quien me aferra de la mano con la intención de tomar impulso juntos. Lo miro; me mira, nuestros dedos entrelazados sudan como pollas a las que nada les importa el infinito (¿?). Al menos el fuego no es del todo infranqueable. Hay un resquicio de oscuridad –el ojo de la serpiente, dicen por aquí– entre dos columnas ígneas que se cimbrean como signos de interrogación. Allá, al otro lado, vislumbro unas sombras análogas a nosotros. La experiencia dice que hay que extremar el cuidado por los choques intermedios. Entre las fulguraciones amarillas, rojas y marrones, sí, marrones, las sombras del otro lado semejan las siluetas de Bolaño, a quien conozco, y de Archimboldi, a quien intuyo. Mis cejas se chamuscan; mi polla se quema, Jim me arrastra vertiginosamente de la mano.

 

&

 

Bolaño me pasa un fürst Pückler, el helado de chocolate, vainilla y fresa. Archimboldi dice que cruzar un fuego es como romper el espejo tragicómico de la vida. Además, no hay de qué preocuparse, tenemos el fürst Pückler como negación del Infierno.

 

Luis Vinuesa García

 

 

(Pintura de cabecera: Nieve en Louveciennes, Alfred Sisley)

 

 

 

 

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