Desierto
no es una palabra.
Hay cierta sintonía entre
un caracol que mastica
y el arrullo de un serval,
pero no existen.
Es obvio que
una cueva de insectos
luminosos
se ha posado en el arrojo
de tus manos nocturnas,
pero en verdad, no ha ocurrido.
No existe el velero enajenado,
ni el hombre que llora,
ni la mujer que bebe horas,
ni la niña que…
bueno, no. La niña sí.
Pero la niña en la tormenta
no consigue jugar a la rayuela,
por eso es imposible que tú
acodes el brazo y desayunes
bizcocho y café
con la espuma turquesa
de una ilusión expresionista.
Como si desierto fuera una palabra,
como si el hombre que llora
no tuviera la sal en sus labios,
¡qué disparate!
como si yo creyera que alguien
que brota de un rincón solitario
pudiese saciar
a la mujer que bebe horas.
Nada es cierto excepto la niña.
Tal vez las curvas acuosas
de los espejismos,
pero ellas no cuentan
porque no existen.
Solo la niña.
El resto es divagar
sin resolver
dónde vive el mar
cuando no lo recuerdo,
en la huella
de qué pensamiento
duerme tu abrazo sostenido,
cuántas horas beberá
la mujer que no existe.
¿En función de qué realidad
se percibe la incertidumbre?
Nada tiene más dulzura
que la niña y su rayuela;
ni siquiera
el algodón rosa de la feria
con sabor a nube sin lluvia.
Lo demás no acontece;
el tiempo de los cedros
es un dibujo congelado,
y saber si alguien me escucha
ya no me corresponde.
Pero aún el eco y su reflejo
pretenden negar la ausencia
como si desierto fuese una palabra,
¡qué tontería!
como si el hombre que llora
delineara espejismos antes de
permitir que el mundo suceda.
Como si, dentro de mi cuerpo,
evanescente en espuma,
tú existieras.
Ana Sánchez Huéscar
(Anacrónica)
(Fotografía de cabecera: Belhoula Amir)