SONGBIRD, Autora: Carmen Lalinde Antón

                             SONGBIRD     

 

La vio enseguida. En un primer barrido la detectó en el edificio de enfrente. Estaba en las casas que siempre le habían gustado. Esas de balcones bajos con plantas entre los barrotes torneados de hierro forjado. La desproporción de belleza es evidente si se las compara con las de su acera. Pero en cierto modo, cree que los afortunados son los de su lado por poder disfrutar de la vista de unas fachadas mucho más hermosas.

    Vive sola, o eso parece. Al menos, no comparte balcón con nadie y lo extraño es no haberla visto antes. Que nunca se hayan cruzado comprando el pan ni el periódico o dando un paseo por el barrio.

    Desde el primer momento le capturó su forma de moverse. La manera en la que se echa el pelo hacia un lado y se apoya en la barandilla para aplaudir. Le hipnotizan esos brazos que se ondean y acompasan con el resto de las voces. Su pelo largo, su silueta. Le hipnotiza ella.

     Al principio la miraba intentando no asustarla. Tenía que disimular esa rigidez en su postura, más propia de un psicópata que del vecino de enfrente que sale a aplaudir. Se obligaba a girar hacia otros lados. A aguantarse las ganas de mirarla de esa forma tan excluyente.

   Empezaron pronto a saludarse. Él lo hizo antes. Fue una sonrisa forzada y temblorosa por miedo a no ser correspondida, pero ella le contestó rápido. Hizo una pequeña inclinación de cabeza, le mostró su palma abierta y él se relajó. Ahora sabe que ese es un gesto habitual en ella y lo repite con una frecuencia que a él no le sacia.

     Cuando se acerca la hora, su cuerpo se reactiva y hasta puede sentir la adrenalina a borbotones en cada latido. Toma aire y se asoma para esperarla. La cuenta atrás es infalible. Ahí está. Sus labios forman un hola sin sonido y luego se curvan en una sonrisa que él le devuelve ya más confiado. Aprieta sus puños sobre la cornisa desconchada e intenta fijar sus facciones. Retenerla. Retenerla en su cabeza es la clave para recordarla el resto del día. Cerrar los ojos fuerte para ver su negativo y poder grabar mejor la imagen que le obsesiona.

    Las prendas abrigadas del principio han pasado a ser más ligeras según se va acercando el calor. Ahora lleva camisetas de tirantes, shorts o pantalones deportivos ajustados a su cuerpo. A veces, al subir la rodilla para pisar la jardinera, dibujan su contorno y le hacen soñar cuando se encierra en casa.

     Últimamente abre las ventanas del balcón de par en par para que entre la brisa. La brisa entra y la música sale. Le gusta que escuche a Eva Cassidy. Ve cómo se mueve sinuosa al hacer ejercicio mientras Songbird inunda su calle. “Para ti no habrá más llanto. Para ti el sol brillará”. Su columna se dobla y el pelo, recogido en una coleta alta, se expande en un triángulo que le cubre toda la espalda. Miradas largas que empiezan y retornan. Que acarician a su paso. Que se empeñan en volver.

    Hoy es el último día de confinamiento. Él sale a las ocho sumido en una inseguridad de la que no puede desprenderse. Se parece a aquella de hace cuatro meses, pero esta vez va acompañada del vértigo que le produce el no volverla a ver. Ella, como siempre, se asoma unos minutos más tarde. Su balcón a esas horas busca el sol y hace que su pelo adquiera mil tonos de rubio a la vez. Ella le hace una señal de victoria y antes de retirarse, ve cómo se agarra al pasamanos para inclinarse hacia adelante y lanzarle un beso de despedida que él recoge y atesora como una promesa antes de cerrar su ventana.

Carmen Lalinde Antón

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