Sus dedos buscaban siempre los recovecos más húmedos de su cuerpo. La saliva de su boca, el flujo de su vagina, las lágrimas del orgasmo. Detenido frente a ella, la miraba. Observaba sus gestos, se deleitaba con sus gemidos, le excitaba aquel rostro desencajado de placer.
Buscaba todos y cada uno de sus orificios, de sus agujeros. Se deleitaba con su sabor, su olor y sus formas. Se sentía arqueólogo en la búsqueda infinita de lo oculto. La adrenalina del descubrimiento le transportaba a momentos anhelados durante muchas vidas.
Tumbados, la exploraba lentamente, sin prisa, con calma. La calma que da ese instante irrepetible del poder sobre un cuerpo ajeno. Acariciaba sus formas, todas. Las más exuberantes y las casi inapreciables. La suavidad de su piel le dejaba sin aliento por momentos.
Y era entonces cuando se daba cuenta de que la humedad era suya, de él. La semiconsciencia apenas le dejaba percibir que aquel cuerpo le había poseído y no al contrario. Todos y cada uno de los poros de su piel hablaban, la rigidez de aquella parte de su ser gritaba de placer. Se retorcía, empujaba casi exhausto sin piedad alguna, atendiendo a las súplicas de ella.
De repente la luz, esos destellos que alertan de la llegada de una ciclogénisis incontenible e incontrolable, de esa humedad que se antoja imparable ya. Y aquella humedad transformada se va convirtiendo poco a poco en lentas caricias, besos y miradas de un hombre y una mujer vencidos que han dejado sus cuerpos sin vencedores.
Ana Melgosa