LO QUE EL VIENTO TRAE, Autora: Silvia Sánchez Muñoz

No habrá más noches como esta. Apoyado en el alféizar de la ventana del hotel, apuras las últimas gotas de ginebra. Dejas vagar tu mirada por las esquinas de la calle desierta y silenciosa, en la que solo se oye el zumbido de las farolas o el ronroneo de algún coche intempestivo. Ha empezado a llover.

En el viejo tocadiscos lleno de polvo, un disco da vueltas. Ni siquiera te molestas en levantarte para mover la aguja y volver a escucharlo. Sientes una desidia que parece extenderse a toda la habitación, incluido a ese disco que ha quedado mudo de acordes en su particular danza. Te gustaría que, en este silencio discordante, el tiempo no avanzara, y se quedara enredado entre las pistas de ese vinilo rayado que has llegado a aborrecer, porque no habrá más noches como esta, en la que ya no desearás agarrar el tiempo por el pescuezo y metértelo en el bolsillo.

De reojo, miras las maletas: la marrón de piel desgastada, y la de ella, algo más pequeña, de un verde apagado. Das una calada al cigarro casi consumido, y la ceniza te cae en el pantalón. Te sirves otra copa. En la cama deshecha, ella duerme en calma. La sábana blanca le cubre medio cuerpo. Con los ojos entrecerrados por el humo del cigarro, te recreas en la manera en la que la tela blanca insinúa su cuerpo. Toda la habitación huele a ella, tú hueles a ella. Eres capaz de sentir su piel sin tocarla; te gusta imaginar que esos muslos, los mismos que hace poco has acariciado, te envuelven en un suave frenesí, al ritmo de la respiración y al de los gemidos que hace poco han unido vuestros cuerpos en un universo gelatinoso. Pese a todo, no olvidas ese «me voy contigo» que te dijo por teléfono hace una semana. Tres palabras que trepan dentro de ti como una lagartija.

Mueves los hielos de la nueva copa y te enciendes otro cigarro. El disco sigue dando vueltas, huérfano de notas. Sientes un fuerte dolor en el pecho. Has fumado demasiado, o quizá te duele por otra razón. Quién sabe y qué importa. Es verdad que todo habría sido más fácil si hubieses respondido a esa declaración de tres letras con un «no lo hagas», pero te pudo la impaciencia de no saber romper el silencio cuando no había que guardarlo, sino justamente quebrarlo.

Mientras tanto, ella sigue dormida, ajena a todo lo que cuece en tu interior, arropada por una sábana cuyos pliegues sigues con tu mirada. Recuerdas cómo os conocisteis en el bar del Hotel Mediodía, al que solías ir cada jueves tras salir del periódico. Típico. Tópico. Previsible. No te importó que llevara alianza, un anillo que brillaba más que los hielos de whisky al que le invitaste tras oír su nombre: «Emma». Sus ojos grises pedían que la desearan; te gustaron su sonrisa y ese olor dulzón y aterciopelado de su piel. Fuisteis a una dirección que ella te indicó poco antes de que los perfiles de la ciudad se tiñeran con las primeras luces del alba. No hiciste preguntas. Horas más tarde, cuando la realidad se te presentaba con los bordes desenfocados, ni siquiera recordabas la dirección, y su rostro se deshizo en tu recuerdo como cada mañana lo hacían las nieblas matutinas.

Llegaste al periódico sin dormir, tras dos cafés bien cargados y una camisa limpia. La pudiste contar como una más, como la de la semana anterior, la del mes pasado, o la que veías todos los miércoles en el Hotel Victoria. O era lo que creías, con esa soberbia hueca con la que uno se cubre cuando cree tener todo bajo control.

Fue su olor lo que hizo que volvieras a buscarla semanas más tarde, el día que andabas entrevistando al secretario cultural de la Embajada de Estados Unidos. En la sala de reuniones os encontrabais el secretario, su asesor y tú. De repente, te llegó una mezcla de almizcle y azahar que al principio no supiste identificar. Te pareció raro, no había nadie más allí. Miraste a los americanos de una manera que rompía el protocolo, arrugando la nariz. Ellos, molestos, se dieron cuenta y murmuraron algo que tu inglés elemental escapó a oír. El olor cada vez era más intenso. Entonces la recordaste, ¡Emma! Los americanos con los ojos muy abiertos, se miraron extrañados y repitieron el nombre: «Emma? Who is she?». No supiste qué responder, ni siquiera fuiste consciente de haber pronunciado su nombre en voz alta, solo sentías que su olor te abrazaba por detrás como una serpiente adiestrada. Empezó a temblarte todo el cuerpo. Te disculpaste con los americanos diciendo que te encontrabas mal y necesitabas ir al baño. Saliste de la Embajada con la corbata desatada, la chaqueta bajo el brazo y la camisa blanca empapada en sudor. En la calle, el ruido de los coches, los tranvías y las voces de los vendedores ambulantes te dieron cierto sosiego. Respiraste hondo, y poco a poco, el olor fue desapareciendo.

Esa misma noche volviste al Hotel Mediodía. Conocías al barman. Te miró sonriéndote con discreción, después de servirte un whisky con agua. No la conocía, ni siquiera se acordaba de su cara. Así que volviste el jueves de esa semana, y el siguiente, y el siguiente del siguiente.

Lo hiciste durante dos meses.

Después de aquellos jueves infructuosos, siguió llegándote su olor en los momentos más inesperados, sin avisar, como las tormentas de verano. En esos momentos, tu pulso se aceleraba y todo tu cuerpo quedaba empapado en sudor. Lo olías cuando te afeitabas frente al espejo empañado del cuarto de baño; a veces te envolvía dentro del tranvía, y entonces, te fijabas en cada mujer con precisión detectivesca y una expresión de esperanza adolescente que pronto se borraba de tu rostro cansado y ojeroso.

Hasta que un día fue demasiado: te faltaban unas cuatro líneas con las que terminar un artículo sobre un crimen que había causado mucho revuelo en Madrid. Estabas ansioso, el jefe te lo había endosado, y si lo hacías bien, sería un punto de inflexión en tu carrera. Empezaste a escribir la primera frase con la que enlazarías hábilmente las siguientes, cerrando un artículo redondo. Entonces el olor volvió a ti, te acarició el rostro y se enredó entre tus manos como un invisible hilo infinito; te sentiste tan mareado que creíste perder el conocimiento durante unos instantes. Fuiste al baño, te lavaste la cara y al mirarte en el espejo, te sorprendió ver lo demacrado que estabas.

Aquella noche, harto de que ese maldito olor rompiera la armonía de una existencia que te habías esforzado en realizar a medida de tus deseos, te fuiste de parranda con dos compañeros del periódico. Sin daros cuenta o por simple inercia, acabasteis en el Hotel Mediodía. Estabas bastante borracho. El barman de siempre se acercó a vosotros. Su sonrisa era distinta a la de otros días. Pronto comprendiste por qué.

—Llevo esperando a que viniera desde hace semanas para darle esto —dijo sirviéndote un whisky con agua.

Era una caja de cerillas de color verde. Tus compañeros iban más borrachos que tú y apenas se dieron cuenta de nada. La abriste y estaba vacía, salvo por un número de teléfono escrito en su interior.

Días después, al tenerla frente a ti mirándote con esos ojos tristes que seguían pidiendo que la desearan, soltó una carcajada cuando le dijiste:

—Tu olor me ha perseguido durante meses, apenas me has dejado vivir.

A partir de entonces, quedabais todos los jueves en el Hotel Mediodía. Habitación 145. Desde aquel día ya no te persiguió más su olor. Eras tú quien lo exploraba como una tierra virgen, toda entera para ti. Ella se reía a carcajadas cuando le contabas una y otra vez lo de la Embajada de Estados Unidos. Entonces ya te miraba de esa forma, con esos ojos grises en los que sentías que cabía toda tu vida.

No sabes cuántos jueves compartisteis durante más de dos años, podrías multiplicarlos por semanas y meses, pero prefieres no hacerlo, nunca quisiste poner un círculo numérico que os encerrara a ambos y limitara esas noches que hubieras querido extender a una vida entera; noches que podrían no haber acabado.

Como tampoco podría acabar esta. Emma sigue dormida, su cuerpo bajo la sábana sube y baja de manera sutil al ritmo de una respiración tranquila y acompasada. La observas con la copa en la mano; sabes que ha llegado el momento. Llegó hace semanas, sin avisar, como lo hizo su olor: persiguiéndote en el tranvía, sonriéndote en espejo, como un viejo amigo condescendiente cuando da sabios consejos. Y es que toda tu vida no puede caber en una sola mirada, te lo repites una y otra vez.

Bajas del alféizar y paras el disco. Lo haces con sigilo, no quieres despertarla. Te acercas a la cómoda y ves los billetes de tren al lado de la lámpara verde que está encendida, la única luz de la habitación. Vuelves a comprobar los horarios: Fecha Salida: 3 de febrero. Trayecto Madrid-París. Hora de salida 10:30. Coges uno de los billetes y lo guardas en el bolsillo interior de la chaqueta. Miras el reloj que has dejado junto a la lámpara, lo coges y te lo abrochas en la muñeca. Son las seis y media de la mañana.

Apuras lo que queda de la ginebra. Te abrochas la camisa limpia, ajustándote la corbata roja. Emma de repente suspira, se mueve en la cama. El pecho se te encoge, si se despertara sabes que tendrías que inventarte una excusa rápida. Con ella mirándote no podrías hacerlo. Aguardas dos, tres, cuatro segundos, hasta que compruebas que sigue dormida. Coges los zapatos sin ponértelos, el abrigo y la maleta marrón. Abres la puerta de la habitación con sigilo y sales, viendo de reojo por última vez el borde de la maleta verde antes de volver a cerrar la puerta. No quieres poner nombre a lo que sientes cuando escuchas el pestillo encajándose en el marco de madera.

Cuando llegas a la calle, sientes que en tus pulmones podría caber toda la ciudad. Hace frío. Te encoges dentro del abrigo. Las calles están mojadas. Agradeces no haber metido muchas cosas en la maleta, no sabes cuánto tiempo estarás en París. El jefe te dijo que tres meses mínimo. Ya comprarás lo que necesites, yendo solo es distinto, todo es distinto, hasta París olerá diferente. «París, París, París», repites una y otra vez.

Andas a pasos rápidos. Te cruzas con transeúntes que van cabizbajos como tú, regresando o quizá yendo, acabando el día o empezando una nueva jornada. Aligeras el paso. Sabes que hay un tren a las ocho de la mañana con destino Barcelona y de allí, cogerás otro a París al día siguiente, pero antes tienes que cambiar el billete, por eso compruebas una y otra vez que sigue en el bolsillo. Sabes que ella no lo hará, sin ti, no irá.

Por fin ves llegar el tranvía número 50, el que te llevará a la estación. Subes a él como cuando eras niño, de un salto.

—Estación del Norte —le dices al conductor.

Le das una peseta, sin esperar el cambio. Dentro del tranvía, solo está un señor gordo con bigote que te da los buenos días educadamente. Te sientas frente a la ventana, abres la hoja del cristal y agradeces el frío de la mañana acariciándote el rostro. Tus pulmones se abren con la humedad que rezuma la calle. Cierras los ojos y piensas en París, en los nuevos artículos que te quedan por escribir, e imaginas llenar páginas y páginas en blanco con tu caligrafía irregular y alargada. Abres los ojos y te dejas llevar por ráfagas de rostros nebulosos entre carteles aún encendidos que no volverás a ver durante un largo tiempo.

Al rato, empiezas a revolverte en el asiento, incómodo. Sientes que alguien te observara. Miras hacia atrás y no hay nadie. Notas un picor en la nariz, tu cuerpo se pone tenso, la frente y el pecho se cubren de sudor. Entonces lo reconoces y maldices en voz alta. El señor gordo con bigote se gira y te mira asustado. Lo ignoras y vigilas el aire, dispuesto a atrapar ese aroma que vuelve a ti una y otra vez, acariciándote la nuca, el cuello, después la frente, los párpados y finalmente, los labios. Juras en alto, mientras el tranvía sigue su curso, adentrándose en las venas de una ciudad aún adormecida. Coges la maleta y le pides al conductor que pare. Te ignora, pero tú insistes, insistes hasta terminar con su paciencia y conseguir que te diga que estás majara. Entonces blandes el puño y lo amenazas. Por fin cede, frena, y el tranvía resopla con susurros húmedos y metálicos. Bajas de un salto, como si te persiguiera el diablo. Te quitas el abrigo y lo pisas con rabia. El conductor y el señor gordo con bigote te miran como harían con un demente. Segundos después, el tranvía arranca con un exabrupto y se pierde entre las calles somnolientas de Madrid.

Recoges el abrigo con ademanes bruscos y el rostro ardiendo, y te diriges hacía la estación. Caminas maldiciéndola, una y otra vez, como si su nombre te quemara los labios. También lo haces con el viento, que no ha parado de traerte en sus isobaras esa mezcla de almizcle y azahar como mensajeros de su propia piel, y es que ella seguirá jugando a buscarte en las esquinas.

Por momentos imaginas que las letras de su nombre vuelan y te persiguen por las calles mojadas, amenazando con morderte como perros hambrientos; hojas amarillas, azotadas por ese viento invisible, se arremolinan entre tus pies en una danza vertiginosa de la que intentas huir hasta que resbalas y cae, y sin darte cuenta, el billete de tren escapa de tu bolsillo, aterriza en un charco, y las letras delicuescentes que formaban la palabra París se vuelven una sucia mancha negra y borrosa.

Silvia Sánchez Muñoz

(Imagen de cabecera: El peregrino, de René Magritte)

2 Comentarios

  1. Un relato que envuelve, que atrapa; que analiza la obsesión por Emma, que está presente constantemente en la cotidianidad del protagonista. ¡Qué buenas imágenes! Gracias por compartirlo

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