Son las navidades de 1931. Así se ha decidido que sea este año y así se han dado las indicaciones. El fotógrafo, William H. Raine, los ha convocado en el cruce de Willis y Mercer y espera que acudan los suficientes para obrar esa magia del viaje en el tiempo y, con suerte, que no se note que no han podido simular las antiguas líneas del tranvía. Entre tanto, habrá decenas de visitas al cruce y mandará reproducir los escaparates de Eidemans Corner con viejos cartelones en blanco y negro que anuncien descuentos en trajes y que garanticen que estos “Sientan bien en todos los tipos de figuras”. Los descuentos impresos alcanzarán el 25% y al fotógrafo le parecerá bien, ajustado a la realidad de la época; sin embargo, cuando los cartelones estén instalados en lo que alguna vez fueron despachos de licor y tabaco, pensará que debería haber encargado alguno en color o escala de grises o, al menos, haber previsto que la abreviatura XMAS para Christmas acabaría llamando demasiado la atención sobre la X, dándole a la fotografía el aspecto de haberse tomado en los alrededores del mayor centro de salas pornográficas de Wellington, Nueva Zelanda.
Para reforzar la ambientación y, por si los cartelones no llegan a tiempo, alguien ha pintado en la pared XMAS 1931 y el fotógrafo ha enfurecido, de manera que el mismo alguien u otro igualmente anónimo, ha tomado la iniciativa de cubrir la pintada colocando delante de ella un telón. Cuando han llegado las autoridades y han sido invitadas a colocarse en la cornisa, a modo de palco de honor, las señoras se han agenciado unas sillas y los señores han encontrado impúdico o anacrónico el espectáculo de las rodillas al aire, por lo que entre tres o cuatro de los más jóvenes asistentes han descolgado el telón, dejando de nuevo a la vista la pintada, pero cubriendo las piernas de las grandes damas, pues nadie sabe cuánto tiempo habrá que esperar en aquella cornisa y por nada del mundo querrían que ninguna cogiera frío.
A la vista del telón caído y con tres mil personas entre él y las grandes damas, el fotógrafo solo podrá resoplar y esperar que, entre el surtido visones, castores y osos pardos que lucirán la señora del alcalde, la señora del juez y las viudas de incontables alcaldes y jueces predecesores en los cargos, nadie repare en la dichosa pintada, que más que un rótulo parece un grafiti y que termina de dar el aspecto de barrio chino a la que él esperaba mostrar como la principal arteria comercial de la ciudad.
Abajo en el gallinero no hace frío, precisamente. El primer plano de la fotografía no se ha dejado al azar y el fotógrafo ha solicitado cinco filas de actores profesionales para figuración. Pocas veces se satisfacen peticiones de ese calibre y, en este caso, se ha contactado directamente con la AAANZ y, tras la respuesta de estos, se ha contactado, negativa tras negativa, con las grandes compañías nacionales, las pequeñas compañías locales, los alumnos de centros culturales, los usuarios de los centros de día, los artistas callejeros, los votantes laboristas y, finalmente, aquellos reclusos de media a baja peligrosidad sin problemas de comportamiento durante los últimos dos meses. Al final, de izquierda a derecha, la interpretación de los figurantes oscila entre la imitación de Bogart, el desconcierto de miradas perdidas y sonrisas desdentadas y la más absoluta incomprensión del significado de los gestos que hace el hombre de la cámara de fotos, aparentemente fuera de sí.
Tras los actores, las conversaciones de los asistentes se mantienen ansiosas y superficiales, hablar por hablar hasta que avisen, y giran en torno al atrezzo elegido, más concretamente, la idoneidad o no del sombrero utilizado. Sobre todo, el de T. J. Peamann, prometedor apertura zurdo de los Huracanes de Wellington, que no ha entendido o no ha prestado atención a las indicaciones de vestuario y donde decía traje de época y sombrero Wilson o Trilby, él ha interpretado traje de policía y sombrero Bobby, que tampoco es que sean muy fáciles de encontrar. Y así aparecerá en la fotografía, aguantando el tipo y con la mente en blanco, con un zumbido agudo en el oído interno, que quizás, no es seguro, debería hacerse examinar.
Delante de Peamann, a un señor de distancia, un hombre ha olvidado traer su sombrero. Sabía que era el único requisito imprescindible como imprescindibles son todas las premisas de estos eventos a los que las gemelas acaban por arrastrarlo siempre. Este año, sombrero; el pasado, mostacho; el anterior, falda-pantalón. Él nunca ve las fotografías, para qué, él lo hace por complacer a las chicas. Al final se ha presentado sin sombrero porque no lo ha encontrado, probablemente perdido en la mudanza para desesperación de las chicas, que ya llevan dos horas sin hablarle. Está a un par de desplantes de largarse de allí y dejarlas en la calle, pero se dice a sí mismo que cualquiera sale de allí tal y como está el cruce y, mientras resopla, piensa que en realidad da igual, que no está tan cerca como para que se le vea mucho, que hay mucha más gente en la que fijarse, que si hace falta retocarán la foto y que si no la retocan, a nadie le va a importar nada en cuanto pasen uno o dos días o cuando se convoque el próximo evento, probablemente para el fin de año. Se engaña a sí mismo hasta un instante antes del disparo del fotógrafo, cuando por el rabillo del ojo ve a un policía dispuesto a detenerlo por sabotear la composición.
Detrás y delante de ellos, dos fugitivos esconden las caras, uno tras un sombrero y el otro bajo una boina; un adolescente bastante crecido pide fuego; un niño se apoya en el hombro de otro, hermano de orfanato; un padre ofrece a su hijo al fotógrafo; una turista polaca mira con suspicacia a su izquierda bajo una pamela asimétrica; varias decenas de asistentes fuman en pipa, la mayoría restante lo hace con tabaco de liar; un muchacho de ojos ovinos se rasca la cabeza; una joven con turbante trata de hipnotizar al fotógrafo; un hombre sin cejas está a punto de desmayarse y otro, a su espalda, se muerde los carrillos amenazando a un enemigo imaginario; un chico se toca el mentón después de recibir un cabezazo accidental; un oriental asiático cierra los ojos y decenas y decenas de orientales anglosajones se pegan unos a otros hasta el fundido negro al final de la calle, algunos mirando hacia atrás en el último momento, como asegurándose que ya están todos, un instante antes de que el fotógrafo pulse el disparador, este accione el obturador y la bombilla del flash explote con un fogonazo, dejándolos a todos ciegos durante el primer segundo de la navidad.
Juanma Cuerda, diciembre de 2019.
Fotografía:
Election night crowd, Wellington.
William Hall Raine, 1931.
Election night crowd, Wellington. Ref: 1/2-066547-F. Alexander Turnbull Library, Wellington, New Zealand. /records/22334852