“He aquí los domingos del alma.”
Benito Pérez Galdós, TORMENTO, Cap. 15
Un día de principios del año 1868 —el año de la Gloriosa—, en Madrid, una muchacha joven camina por la calle de la Fe; a corta distancia, un hombre de unos cuarenta años la sigue, se trata de un escritor que, detenidamente, la observa; la mujer no ha reparado en él, desconoce su presencia agazapada en la distancia, avanza ensimismada, encerrada en sus pensamientos, alejada de la realidad y del mundo.
Amparo —ese es su nombre, aunque también la conocemos como la emperadora o, simplemente, Tormento— pisa la calle con la gravedad propia de esas personas que se dirigen hacia un destino que presumen incierto y adverso. Es la primera vez que esto ocurre en la novela, hasta ahora lo único que ella ha hecho ha sido deslizarse de forma inadvertida como si no quisiera formar parte de la historia que se nos narra, como si se rebelara contra el autor por haberla hecho protagonista, sin lugar a dudas, hubiera preferido ser una secundaria o, algo mejor, no aparecer; Galdós aprieta las tuercas a su personaje, está convencido de que hay algo más, quiere que se defina, que actúe, que navegue por la vida; por eso la sigue, por eso escudriña sus gestos y sus movimientos como si ellos expresaran mejor que nada su estado de ánimo; en el pasaje que nos ocupa la ha obligado a salir de ese quietismo casi enfermizo que la embarga, de ese mutismo místico que no la permite dar la réplica debida a una Rosalía, la de Bringas, que, hasta ahora, domina por completo la novela.
Galdós se ha detenido para tomar una o dos notas en su pequeña libreta, ¿qué pondrá?, no lo sabemos, quizá solo registre detalles mínimos que sirvan para retratar a sus personajes: un rictus inapreciable, un movimiento imperceptible o esos gestos ampulosos que hacen posible darles vida y consistencia, que los alejan de la mentira de la ficción; empeñado, como está, en escribir la moderna novela española huye del exceso de la imaginería romántica y de la caricatura sensiblera del costumbrismo: la prosa al servicio de la materia observada. Estas novelas suyas acerca de la materia constituyen sus obras cimeras, los personajes huyen del esquematismo fácil y buscan una psicología propia que los identifique y los individualice por completo.
Entre tanto, esa muchacha atribulada por la culpa de algo que desconocemos ha llegado a su destino: entrará en el portal, accederá hasta un patio sucio y vocinglero que le produce rechazo, subirá las escaleras al ritmo de un pulso desbocado y llamará a la puerta de una vivienda que es algo más que el acceso a una vivienda particular: ha llegado hasta su pasado, hasta la oscuridad de un tiempo que la reconcome y que la está destruyendo.
Galdós ha subido las escaleras con ella, está justo detrás, ya no se preocupa tanto de la descripción minuciosa del edificio, del patio, de la casa, de la estancia —que las hará porque lo suyo es una forma primaria de realismo y no entiende la novela de otra forma—; ahora, se detiene en comprender cómo los personajes pueden hacerse vivos y creíbles desvelando su interior, enfrentados a su pasado y viviendo la intensidad de un presente que él debe narrar; este primer encuentro entre Pedro Polo y Amparo es algo más que un intercambio dialéctico porque, Galdós, en este año de 1884, no solo está en su plenitud como escritor, sino que está buscando un mundo narrativo mucho más completo, va al encuentro de Fortunata y Jacinta, eso sí, todavía, tiene por delante tres años más de lucha con los personajes que pueblan su cabeza y, cómo no, con la sociedad —la de la Restauración— en la que él vive.
Mientras tanto, nuestra Amparo, la del lector, dubitativa e insegura sigue caminando por la obra, luchando con su destino —no sabe hacerlo en contra—, apabullada por el peso del mundo y dejándonos detalles de su delicada personalidad, como ese de su firma, ese garabato final que añade a la o última de su nombre para convertirlo en algo delicado, un domingo del alma, un rizo de cabello posado sobre un papel.
Manuel Cardeñas Aguirre
(Fotografía de cabecera: Retrato de Galdós, de Ramón Casas)