Se encontraron en aquel café después de mucho tiempo, un tímido abrazo y dos besos.
-¿Cómo estás?
-Bien, ¿y tú? -sonríe ella.
-Bien -responde él con gesto nervioso.
Y comenzaron a charlar entre sonrisas y sorbos de café helado. Los recuerdos de aquellos meses prohibidos afloran sin descanso. Las risas, las miradas esquivas de él a sus labios con ese gesto de deseo reprimido y culpable se hacen cada vez más presentes. Aquella mesa que les separa se va convirtiendo poco a poco en un estorbo.
-¿Damos un paseo? -propone él.
-Vamos -dice ella, al tiempo que se levanta.
Salen a la calle, hace calor, no saben qué hacer con sus manos, cómo colocarlas, qué distancia mantener entre sus cuerpos. Los dos se preguntan si el otro estará pensando lo mismo que él/ella. En silencio repasan aquel tiempo en el que no había distancia entre ellos, en el que compartían sudor, placer y se dejaban llevar por aquel entrar y salir infinito. Ese tiempo en el que se sentían dentro y fuera de sus cuerpos, de sus mentes.
-¿Ya no fumas? -pregunta él.
-Sí, sigo haciéndolo -responde ella.
Se detienen, se miran en silencio, sonríen, saben que se desean. Como antes, como siempre. Ella le coge la mano.
-Vamos a mi casa.
-Vamos -asiente él sin resistirse.
Sin tregua, sin querer pensarlo ni un solo segundo y después del viaje en el coche sin apenas hablar, entran como un huracán en aquella habitación desordenada. No hay vuelta atrás. No hay lugar para besos de recreo ni caricias que exploran. La ropa de ambos desaparece en un apenas un instante. Tumbados sobre la cama, sin dejar de mirarse a los ojos se penetran de todas esas maneras que solo ellos saben.
-No digas nada -sonríe ella.
-¿Vas a fumar después? -pregunta él.
-Solo si me haces llorar de placer, compartiré contigo la última calada.
Ana Melgosa
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