Salomé, vestida de tedio y hastío, acaricia con sus pies descalzos el suelo de las terrazas de la Noche,
Salomé, convertida en Luna, aspira a la condición de diosa: habitar el Cielo para ser idolatrada y vivir la Tierra para ser adorada;
Wilde le ha otorgado la cualidad del nácar y en su cuerpo ha fijado con un alfiler de plata la tentación de un Deseo pálido y obsesivo:
Iokanaán;
El escritor irlandés, como si fuera testigo de lo que ella dice, reproduce para el escenario su caprichosa voz arrebatada:
—Solo te amo a ti. Estoy sedienta de tu belleza. Estoy hambrienta de tu cuerpo.
Pero esa frase tiene el eco de una tinaja rota,
Salomé se limita a repetir palabras que ha oído, acaso en la falsa lengua de su madre Herodías,
No siente lo que dice, desconoce qué es el Amor,
El resto es Deseo;
—¡Qué hermosa está esta noche la princesa Salomé! —dice el Joven Sirio, nada más iniciarse la obra—:
—Contemplad la luna. ¡Qué extraña, esta noche! Como una mujer salida de la tumba. Como una mujer muerta. Como si buscara muertos
—contesta el Joven Paje de Herodías—:
La escritura magistral de Wilde ha trazado los ejes de la obra: Belleza-Muerte, Vida-Deseo; Dos parlamentos le bastan y le sobran; Como fondo, la Luna y la Noche; Por encima de todo ello, ¡las Miradas!:
Es una obra hipnótica:
—¡Qué pálida está la princesa! Nunca la había visto tan pálida. Se parece a los reflejos de una rosa blanca en un espejo de plata —dice el Joven Sirio.
—No hay que mirarla. ¡La miráis demasiado! —contesta dominado por los celos el Paje.
Corría el año 1891, Oscar Wilde alumbraba los cenáculos de la hipocresía victoriana con su presencia de ingenio y mordacidad,
Se acercaba a la cima,
Disfrutaba de la seguridad del que es admirado. La moda londinense era citarlo a todo evento que se preciara de moderno y contar con él como ilustre invitado:
Estrella Luz flotando sobre la Oscuridad y el Tiempo;
Se siente bello, se sabe perfecto,
(¿Pero no es esa sea la forma equivocada de creerse inmortal?);
Ese año de 1891, Wilde, el dramaturgo, ha iniciado la escritura en francés de una obra distinta y única en su carrera —bíblica por su simbología, inmortal por su excelencia—: (¿acaso ha intuido ya el lado mórbido y perverso de su idolatrada Belleza?);
Wilde, en este año de gracia, lúcido de escritura, sabe que está llevando al papel en blanco de un escenario vacío su conclusión más dramática y premonitoria, (¿Lord Alfred Douglas?):
Aquellos que únicamente aman, no consiguen lo amado,
Y aquellos que únicamente desean, no pueden hacer otra cosa que contemplar su desaparición,
Está escribiendo Salomé:
—¿Veis cómo no me escucháis? —dice, Herodes, dominado por la desesperación— (…) Tengo ónices parecidos a las pupilas de una muerta. Tengo piedras lunares que cambian cuando cambia la luna y palidecen a la vista del sol. Tengo (…) ¿Qué más quieres, Salomé?
Herodes, el libidinoso tetrarca, tiembla de miedo pensando en el incierto futuro del profeta Iokanaán, a la vez, vive devorado por las llamas del Deseo que la visión diaria de Salomé en el palacio excita en él:
¡Salomé!,
(Cómo la interpretaría en su momento Sarah Bernhardt,
Cómo danzaría su cuerpo menudo de actriz esos escasos siete velos que se desprendían de su cuerpo hacia la desnudez de la frustración);
Sin embargo,
Todo en esta obra es frío,
Frío y trágicamente profético:
Los Pasos, las Palabras, las Miradas;
¡Teatro con Lunas de papel!
Manuel Cardeñas Aguirre
(Dibujo de cabecera, Autor: Aubrey Beardsley)