Dejé caer las alforjas y me senté sobre la hierba. Venía cansada de andar desde el prado Alto. Allí dejé a los hombres recogiendo el heno tras la pausa de la comida, que yo les había llevado.
Antes de llegar a la casa, pasé por la fuente y llené un cántaro, y así, de nuevo cargada, anduve el camino que me quedaba, todo lo ligera que el peso y el cansancio me permitían.
Mi abuela me esperaba sentada en uno de los bancos de madera que había hecho el abuelo, desgranando guisantes. Una amplia sonrisa, mellada pero amable, me recibió cuando asomé a la puerta del corral.
-Hija, pareces cansada. Trae un poco de agua y siéntate conmigo un rato. Luego cuando venga tu madre prepararemos la cena.
Llené dos jarros de porcelana y sacié la sed, mientras ella dejaba caer en mi mano un puñado de guisantes frescos.
Las gallinas picoteaban aquí y allá con su eterno cacareo y los gatos perseguían saltamontes. El perro dormitaba desde su puesto de vigía en la cancela.
Cuando levantó la cabeza y husmeó el aire, supe que mi madre se acercaba. Me levanté a cogerle la carga de acelgas, tomates y calabacines, y le cedí mi banco mientras iba a por agua para ella.
Durante un rato eterno por lo bello, las tres hablamos de las trivialidades del día mientras la sombra de la sierra iba ganando terreno al corral.
Cuando llegaron el abuelo, mi padre y los chicos, ya teníamos la mesa preparada para la cena.
Mi abuela comenzó a sentirse mal esa noche, esa perfecta noche de verano. Dos años más nos acompañó con su presencia, que siempre supe imprescindible, aunque hablara con voz queda y nunca impusiera una opinión, porque no le hacía falta.
Hoy, sentada en esta butaca que acompaña mis tardes de frío y lluvia, de artrosis y añoranza, la noto tan presente que casi puedo sentir el frescor de los guisantes en mi mano y el del agua en la boca.
Isabel Jiménez
YUKALI PÁGINA LITERARIA 