Como cada día, los dos caminaban con paso rápido hacia la estación. El tren pasaba a las ocho en punto. El por delante, ella nunca lograba alcanzarlo. Ambos ocupaban asientos separados, pero siempre cruzaban intensamente su mirada.
Ella se sentía protegida con su sola presencia y él sabía que no podía llegar más allá; le bastaba la caricia de sus ojos. Hoy no lo vio en el camino, ella se había retrasado. Corrió para alcanzar el tren, agitada lo buscó, allí estaba. Sostenía en sus rodillas al niño que insistentemente repetía: papá, papá.
Al cruzar su mirada los ojos de él suplicaron perdón.
María José Braña