Principios de año y restos aún
de otoño entre las uñas.
Enero se recompone y expira en
días invisibles sin furor ni jardines,
con la fría composición del hielo.
En cambio,
febrero no sabe morir;
guarda su secreto en un bosque de nieve
y lame la noche para continuarla
por el vientre del tiempo.
Se ilusiona cuando piensa
que podría conocer el olor de la jara y
luego agoniza ante la presencia de marzo
de piel abierta y madreselva en las grietas.
Tulipanes, oh, tulipanes, presidiendo
los días de papel como alambres blancos
en una canción de Jeff Buckley,
vertiendo monotonías de miércoles
y domingos de resaca.
Abril derrite la compacta arquitectura
de los seres dormidos,
odia el hollín de las chimeneas,
peina soledad y se enamora de un olivo
que nace adherido a la raíz arrebolada
de mayo de tierra verde…
Todo pierde densidad, se reduce el mundo
cuando el cielo es una bailarina de gasa y plié.
Junio no está, se ha roto
en noche luminosa
y cae a las aguas del Leteo
sin recordar que una vez amó.
Tulipanes, oh, tulipanes, como un fantasma
con multitud de brazos que quisiera espantar
la bipolaridad de los sábados.
Y los jueves, verduras al vapor.
Naranja buscando sombra, julio.
Hay algo atávico en el diptongo
que forma su nombre,
algo salvaje que desnuda cerezas
y venda heridas de sol naciente
para que agosto retenga amantes
antes de que el verano acabe estampado
contra los vidrios de un espejismo.
Septiembre salta en mil pedazos
se traga la cuchara de los vientos
y duerme en un jarrón con tulipanes.
Tulipanes, oh, tulipanes, enhiestos
como el sexo de una tormenta con electricidad.
El deseo con relámpagos entre los dedos
tapa goteras los martes de lluvia
y espera sin éxito el pequeño poema
de los viernes.
Octubre pierde el siete y el quince,
solo los números pares resisten la gravedad
de las noches inertes;
se descuelga un abrazo de papel arrugado
y la suavidad de los membrillos
atrapa el candor mullido con su redondez.
Sin que la desolación se imponga todavía,
el otoño vuelve, congela sus ocres,
vive doce horas en una euforia desmedida
y compite con la belleza de las enredaderas.
Convertido en melancolía,
se le caen los días y le nacen noviembres
que albergan el grito apagado de los parques.
Al mediodía, diciembre salta a la comba
y mastica un poema embriagado.
Mi boca en su boca con el abrigo gris
y la dulce manera de llorar la muerte
de todas las flores.
Tulipanes, oh, tulipanes, como catalejos ciegos
perfumando despacio una tierna apatía.
Cuarto creciente en una montaña que
levita plenilunios, y en rojo, los festivos.
Abstractos renglones donde se mezclan
las citas del médico con las recetas de mamá
iluminadas por esa extraña luz
que refleja una ventana al desierto.
Solo laten los lunes
(te pediría que me abrazaras)
de realidad alterada,
como un cuento de Lovecraft
en los ojos vacíos de las estatuas.
(En la cabecera del calendario, una fotografía de Robert Mapplethorpe – “Tulips, 1988”)