EL DILEMA, Autora: Concha Vallejo

 

La pequeña Neida abrió los ojos muy temprano, cuando en el exterior aún era noche cerrada, estaba ansiosa por levantarse, pero como sabía que su mamá no le permitía abandonar la cama hasta que un cendal de luz se colara por la franja inferior de la ventana, se acurrucó resignada bajo el mullido edredón que la resguardaba del frio propio de finales de Diciembre. La noche anterior le había costado conciliar el sueño, así que la excitación y la calidez del lecho propiciaron que se volviera a quedar dormida.

   Cuando despertó al cabo de dos horas, un sol medroso blanqueaba la felpa castaña de su peluche preferido, un osezno que había pedido a Papá Noel hacía dos años. Al verlo, la pequeña se restregó los ojos, apartó la ropa, se deslizó de la cama, tomó al muñeco en brazos y, como si de una nana se tratara, se puso a canturrearle un villancico en inglés que había aprendido para la función del colegio sobre un reno con una enorme nariz roja que se llamaba Rodolfo y a quien Papá Noel invitaba a conducir su trineo.

“Then one foggy Christmas eve

Santa came to say:

Rudolf with your nose so bright,

Won’t you guide my sleight tonight?”

   Luego comenzó a dar saltos de alegría porque por fin había llegado el día tan esperado en que Papá Noel, bajo cualquiera de sus advocaciones, Santa Claus, el Viejito Pascuero, o el Padre Hielo, surcaba los cielos para depositar los regalos en casa de los niños que se hubieran portado bien durante el año. Con el osezno entre los brazos se dirigió a la ventana, apartó las cortinas y miró hacia el exterior. Una gruesa capa de nieve cubría el jardín y arqueaba las ramas de los árboles que parecían contemplarse en la esponjada superficie del suelo. “Papá aún no se ha debido ir al trabajo” pensó la pequeña porque no se distinguían huellas humanas, solo las trazas de algún animalillo, un perro, un gato o incluso un conejo, y sin pensarlo más abandonó el mirador, se calzó las zapatillas, se vistió la bata y corrió escaleras abajo para abrazarlo antes de que se marchara a la fábrica. De la cocina ascendía un delicioso olor a Navidad que aspiró con deleite. “Me encanta comer, soy tan golosa como papá” se dijo la niña sonriendo, “aunque de mayor no me gustaría tener su barriga, prefiero estar delgada como mamá. No sé cómo ella lo consigue, lleva más de un mes preparando la cena de esta noche, yo estaría probando un poquito de aquí y un poquito de allá. Este año me ha permitido ayudarla, he batido los huevos, he añadido el eneldo al marinado de salmón, y he removido mucho rato la crema de arroz para que no se pegue al fondo de la cacerola, pero lo que más me ha gustado ha sido embadurnar el jamón con un pincel antes de meterlo en el horno. Papá me ha prometido que me dejará probar el vino caliente con especies, solo un sorbito, debe de estar muy rico”, y aquí interrumpió sus pensamientos porque una vaharada a canela de la sopa de frutas y el delicioso aroma que desprendían los pasteles rellenos con mermelada de ciruelas y las galletas de jengibre recién horneadas, la envolvieron acaparando toda su atención. Neida se relamió de gusto y aceleró el paso, pero al cruzar el salón se paró en seco para contemplar el gran abeto que lo presidía adornado con hileras de banderas de diferentes países, relucientes bolas multicolores y velitas encendidas.

   En la cocina solo estaba mamá, papá debía de haberse marchado mientras ella bajaba la escalera.

––Buenos días, dormilona ––la saludó y luego la abrazó y besó sus sonrosadas mejillas––. Estos besos son míos y estos otros dos de parte de papá, que se ha tenido que marchar porque tenía mucho trabajo. No le he permitido subir a despertarte y me alegro que te hayas levantado tarde para que estés descansada, hoy es un día muy largo y lleno de emociones.

   La niña contestó con la cabeza porque tenía ocupada la boca con una cucharada del arroz con leche que mamá siempre preparaba para desayunar el 24 de diciembre. Mientras, entre dulzura y dulzura, dejó vagar la imaginación hacia el recuerdo de años anteriores y la anticipación de lo que iba a suceder ese día: primero iría a jugar un par de horas a casa de su amiga Heli, querían terminar el muñeco de nieve que habían comenzado a modelar al principio de la semana, ella debía llevar la zanahoria para la nariz y dos gruesos botones para simular los ojos, de la ropa se encargaría Heli; enseguida comenzarían a encenderse las linternas de hielo en los caminos y las antorchas de los viandantes, porque en aquellas fechas la luz del día apenas duraba unas horas, creando un laberinto esplendente entre blancos paisajes envueltos en oscuridad; más tarde la comida en casa y la llegada de Papá Noel a media tarde con su gran cesto cargado de regalos, y como ella se había portado muy bien durante todo el año…

    La noche anterior su padre tampoco había podido conciliar el sueño. Después de la cena, Leida se había sentado sobre sus rodillas mientras él fumaba su pipa frente al fuego que ardía en la chimenea. Se había casado mayor y durante años no vinieron los hijos, así que la llegada de su adorada pequeña lo había colmado de felicidad. Siempre que podía iba a recogerla al colegio, la llevaba al bosque a pasear, hacían juntos los deberes, le leía un cuento antes de dormirse. La niña correspondía con el mismo entusiasmo y entre ellos reinaban la ternura, la sinceridad y la confianza. Pero de repente su princesa se había puesto seria y le había preguntado mientras jugueteaba con su barba si realmente existía papá Noel o era una invención de los mayores, una especie de leyenda, como le había contado su compañera de pupitre. El padre se encontró frente a un dilema. ¿Qué debía responder? No quería mentir pero tampoco deseaba decirle la verdad. Afortunadamente un tronco de la chimenea vino en su socorro porque, horadado por las vivaces llamas, cayó sobre las trébedes proyectando fuegos artificiales a su alrededor que cautivaron a la niña, haciéndole olvidar sus transcendentes preocupaciones. Pero en el corazón de su padre había quedado grabada la pregunta y cuando todos se acostaron él se quedo sentado en el sillón y escondió la cabeza en el cuenco que formaban sus manos. En el silencio de la noche su respiración se diseminaba en la penumbra en un ir y venir entrecortado, mientras él se revolvía en el asiento y alzaba la cabeza para devolverla enseguida a su posición inicial.  Luego se levantó despacio, ladeó el visillo y observó el exterior a través de los cristales. Aunque había reflexionado muchas veces sobre qué hacer cuando el caso se presentara, ahora ignoraba si ella estaba preparada para enfrentarse a la realidad. Se quitó las gafas y se restregó los ojos que paseó por la cocina buscando algo inconcreto, luego se levantó, abrió la puerta del frigorífico y la volvió a cerrar. “Mejor me voy a dormir”, pensó, “mañana va a ser un día muy duro”, apagó las luces y cuando subía la escalera el reloj de la cocina marcaba las once menos cuarto.

    Hacia las doce de la mañana siguiente se puso la ropa de trabajo, unos pantalones rojos, gorro y casaca del mismo color, gruesos zapatones forrados de piel y salió al exterior. Luego lanzó un silbido para avisar a Rodolfo de que ya estaba listo para partir y este acudió de inmediato seguido por sus nueve compañeros. Noel se subió al trineo, se ató el cinturón y una vez más se dispuso a surcar los aires para llevar los juguetes a los niños que se hubieran portado bien.

7 Comentarios

  1. Precioso, tierno y real. Me ha enganchado desde el primer momento. Me ha transportado tanto a mi propia niñez, como a la de mis hijos, con la misma inquietud que, el padre ante la pregunta de su niña

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  2. Así que Papá Noel ¿es papá de verdad? ¡Me encanta la idea! Por cierto, se me ha abierto el apetito con los platos y no creo que sea solo por la hora. Muy acertado compartirlo en estas fechas. Gracias, Concha.

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    1. Gracias Raquel por tus comentarios. Me encantaría poderte dar las recetas de los platos que cocina la madre, pero son finlandeses y los desconozco.
      Feliz Navidad y que Papá Noel te traiga muchas cosas.

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  3. Precioso relato q en estas fechas no solo nos conmueve nos trae recuerdos de siempre y nos hace sentir el calor de la familia, de los amigos y de nuestro pasado como niños como adolescentes y como padres. Hemos sido en estas fechas y en algunas otras, artífices de ilusiones, esperanzas y proyectos a través de los regalos de nuestros hijos. El padre de Neida no responde con palabras a su hija a su escabrosa pregunta sobre la veracidad de la magia de esa noche. Nosotros tampoco. Pero no pasa nada. Responde con el mejor de los lenguajes. El Amor inquebrantable por su hija, el deseo de seguir unido a ella a través de la magia q perdura como el tronco en la chimenea q aunque se consuma deja sus cenizas como testigo de una relación infinita q no desaparece aun cuando lleguen las tormentas o el implacable reloj de la
    Vida.

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