Resulta difícil levantarse de la cama
después de haber soñado con Ella,
sintiendo aún su cuerpo en mis manos,
pero lo hago y compruebo
que me sigue hasta la ducha
y que solo el agua fría se la lleva por un rato.
Luego, mi sombra en el espejo
y un mohín de bienvenida.
En el desayuno, encuentro una palabra medio dormida
divagando por las baldosas cuadradas de la cocina.
En el ascensor, observo de reojo a mis vecinos
y les cuelo en los bolsillos un poco de mi nula conversación.
En la calle, me cruzo con Braulio y con su perro,
y me cuenta por enésima vez que el animal
se está quedando mudo porque tiene muchos años…
y todo esto transcurre con cierta lentitud,
casi obviando la gravedad,
como si fuera una realidad difusa
que hubiese venido a desperezar la mañana,
siendo plenamente consciente de que la luz,
cuando es blanca,
tiende a llevarme hasta Ella de nuevo;
así que finjo escuchar muy atento a Braulio
mientras la imagino con ese hoyuelo
que se le forma en la mejilla al reírse…
y no sé si la quiero, pero,
tan real aparece proyectada en mi mente
que intuyo que Braulio, al hablarme,
puede verla dentro de mis ojos,
y la gente vuelve la cabeza al pasar
porque escucha su risa de lago brillante,
y yo no sé disimular que la llevo dentro,
alojada entre mis desastres y mis complicaciones,
aprisionada en mi propia respiración;
que no, Braulio, que a tu perro
aún le queda mucha lata por dar,
le digo, pero el perro me mira asfixiado
y se tumba en la acera como si fuera
una bola desmelenada de lana y entonces,
Braulio deja de buscar
lo que sea que ve en mis ojos
y comenta con cierta tristeza:
“parece que va a llover”,
y luego saca un caramelo de algún sitio
y se lo mete en la boca.
Prosigo mi camino por la estela que Ella
va dibujando en la mañana blanca,
pero su presencia enturbia los pasos,
ensucia mi mente, nubla la calle, ¡pesa!
Le pido que me deje tranquilo, que se vaya,
y entonces, retrocede, queda varada en una esquina
sin saber que se le ha formado un poema en el cabello
con todo ese viento látigo silbándole alrededor,
como una onomatopeya loca,
esdrújula, metáfora.
Ya sin su obsesión, llego al trabajo y,
como si me faltaran los brazos, o la boca,
traduzco notas a mi jefe desde un estado inacabado,
sumido en una necesidad incompleta;
es Ella, envuelta en mi piel silenciosa
porque esta vez no estoy sintiendo
su manera aniñada de morderse los labios,
ni el respingo que da cuando le beso la nuca.
No he notado su espesura dulce
en el café de las doce,
solo el amargor incongruente de
pedirle que se vaya para desear su regreso.
Así que, vuelvo a la esquina donde
la dejé a merced del viento y la rescato
convertida en párrafo de estrofas,
y me la encajo, justo entre los ojos,
al final del trabajo, en un garito del centro,
en las cervezas que tomo con varios compañeros,
mientras ellos hablan de no sé qué chilena
en toda la escuadra y ríen y despedazan al jefe,
y como no me concentro, vuelvo a Ella,
porque yo no sé si la quiero, pero cuánto
me gustaría ahora ver el lunar de su pecho,
y averiguar si sabe a mar su círculo imperfecto,
yo no sé si la quiero, pero cuánto la necesito ahora,
en este puto momento en el que euforia y soledad
bailan un rock and roll con mis recuerdos,
porque… ¿yo no sé si la quiero?
Tras las cervezas, los colegas se esfuman
y yo vuelvo a casa dando un paseo.
No, Ella no se ha marchado,
mientras camino la llevo a mi lado,
acariciándome la oscuridad a letras;
las farolas nunca habían contado
su idilio con la niebla,
pero ahora me hablan, con voz rasgada,
en la luz amarilla de las bombillas sucias,
para derramar su historia de bruma
por los adoquines.
Descalza, Ella va recogiendo hojas mojadas,
y besos y niebla y susurros y entre los puntos
y las comas de mis tinieblas descubro que,
bajo el puente de sus pies,
transita un río manchado de humo.
Y no sé si la quiero, pero, soy yo quien,
a escondidas, le escribe haikus en la espalda.
Por eso a veces
es un sauce
con doce luciérnagas,
o una luna de agosto
vagando
por los senderos,
hasta que la tinta de mis dedos se rebela
y escribe una realidad que no deseo,
entonces grito y doy por terminado el verso,
porque, si no puedo tenerla,
¿para qué perder el tiempo?
En mi calle vive un resplandor
oculto entre las sombras grises
ribeteadas de bronce antiguo.
En el ascensor hay un hada
con tres mil años de historia
que sonríe marfilada un misterio azul
y a mí solo se me ocurre decir:
“parece que va a llover”.
En la cena cuento las líneas del código de barras
de la mantequilla caducada, y en la cama…
en la cama sé que Ella está conmigo,
porque puedo sentir de nuevo
su cuerpo en mis manos.
Porque escucho perfectamente
las veces que repite mi nombre
antes de dormirse.
Porque, yo no sé si la quiero,
pero daría lo que fuera
por perderme esta noche
dentro de su sueño.
¡Genial!
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Muchas gracias, Florencia.
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