ELLA, Autora: Ana Sánchez Huéscar

 

 

Resulta difícil levantarse de la cama

después de haber soñado con Ella,

sintiendo aún su cuerpo en mis manos,

pero lo hago y compruebo

que me sigue hasta la ducha

y que solo el agua fría se la lleva por un rato.

Luego, mi sombra en el espejo

y un mohín de bienvenida.

 

En el desayuno, encuentro una palabra medio dormida

divagando por las baldosas cuadradas de la cocina.

En el ascensor, observo de reojo a mis vecinos

y les cuelo en los bolsillos un poco de mi nula conversación.

En la calle, me cruzo con Braulio y con su perro,

y me cuenta por enésima vez que el animal

se está quedando mudo porque tiene muchos años…

y todo esto transcurre con cierta lentitud,

casi obviando la gravedad,

como si fuera una realidad difusa

que hubiese venido a desperezar la mañana,

siendo plenamente consciente de que la luz,

cuando es blanca,

tiende a llevarme hasta Ella de nuevo;

así que finjo escuchar muy atento a Braulio

mientras la imagino con ese hoyuelo

que se le forma en la mejilla al reírse…

y no sé si la quiero, pero,

tan real aparece proyectada en mi mente

que intuyo que Braulio, al hablarme,

puede verla dentro de mis ojos,

y la gente vuelve la cabeza al pasar

porque escucha su risa de lago brillante,

y yo no sé disimular que la llevo dentro,

alojada entre mis desastres y mis complicaciones,

aprisionada en mi propia respiración;

que no, Braulio, que a tu perro

aún le queda mucha lata por dar,

le digo, pero el perro me mira asfixiado

y se tumba en la acera como si fuera

una bola desmelenada de lana y entonces,

Braulio deja de buscar

lo que sea que ve en mis ojos

y comenta con cierta tristeza:

“parece que va a llover”,

y luego saca un caramelo de algún sitio

y se lo mete en la boca.

 

Prosigo mi camino por la estela que Ella

va dibujando en la mañana blanca,

pero su presencia enturbia los pasos,

ensucia mi mente, nubla la calle, ¡pesa!

Le pido que me deje tranquilo, que se vaya,

y entonces, retrocede, queda varada en una esquina

sin saber que se le ha formado un poema en el cabello

con todo ese viento látigo silbándole alrededor,

como una onomatopeya loca,

esdrújula, metáfora.

 

Ya sin su obsesión, llego al trabajo y,

como si me faltaran los brazos, o la boca,

traduzco notas a mi jefe desde un estado inacabado,

sumido en una necesidad incompleta;

es Ella, envuelta en mi piel silenciosa

porque esta vez no estoy sintiendo

su manera aniñada de morderse los labios,

ni el respingo que da cuando le beso la nuca.

No he notado su espesura dulce

en el café de las doce,

solo el amargor incongruente de

pedirle que se vaya para desear su regreso.

Así que, vuelvo a la esquina donde

la dejé a merced del viento y la rescato

convertida en párrafo de estrofas,

y me la encajo, justo entre los ojos,

al final del trabajo, en un garito del centro,

en las cervezas que tomo con varios compañeros,

mientras ellos hablan de no sé qué chilena

en toda la escuadra y ríen y despedazan al jefe,

y como no me concentro, vuelvo a Ella,

porque yo no sé si la quiero, pero cuánto

me gustaría ahora ver el lunar de su pecho,

y averiguar si sabe a mar su círculo imperfecto,

yo no sé si la quiero, pero cuánto la necesito ahora,

en este puto momento en el que euforia y soledad

bailan un rock and roll con mis recuerdos,

porque… ¿yo no sé si la quiero?

 

Tras las cervezas, los colegas se esfuman

y yo vuelvo a casa dando un paseo.

No, Ella no se ha marchado,

mientras camino la llevo a mi lado,

acariciándome la oscuridad a letras;

las farolas nunca habían contado

su idilio con la niebla,

pero ahora me hablan, con voz rasgada,

en la luz amarilla de las bombillas sucias,

para derramar su historia de bruma

por los adoquines.

Descalza, Ella va recogiendo hojas mojadas,

y besos y niebla y susurros y entre los puntos

y las comas de mis tinieblas descubro que,

bajo el puente de sus pies,

transita un río manchado de humo.

Y no sé si la quiero, pero, soy yo quien,

a escondidas, le escribe haikus en la espalda.

 

Por eso a veces

es un sauce

con doce luciérnagas,

                                 

                                  o una luna de agosto

                                  vagando

                                  por los senderos,

 

hasta que la tinta de mis dedos se rebela

y escribe una realidad que no deseo,

entonces grito y doy por terminado el verso,

porque, si no puedo tenerla,

¿para qué perder el tiempo?

 

En mi calle vive un resplandor

oculto entre las sombras grises

ribeteadas de bronce antiguo.

En el ascensor hay un hada

con tres mil años de historia

que sonríe marfilada un misterio azul

y a mí solo se me ocurre decir:

“parece que va a llover”.

En la cena cuento las líneas del código de barras

de la mantequilla caducada, y en la cama…

 

en la cama sé que Ella está conmigo,

porque puedo sentir de nuevo

su cuerpo en mis manos.

Porque escucho perfectamente

las veces que repite mi nombre

antes de dormirse.

Porque, yo no sé si la quiero,

pero daría lo que fuera

por perderme esta noche

dentro de su sueño.

 

 

 

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