Heredero del Golem (16)

    El calor asfixiante no le permitía dormirse. Decidió que lo mejor era pasear. Se alzó del estrecho jergón que reposaba directamente sobre el suelo. Se enfundó unos pantalones cortos, que sujetó con una cuerda por encima de donde antes estaba su barriga, y una camiseta sin mangas. Tras meter los pies en unas sandalias de plástico negro, arrastró su cuerpo fuera del minúsculo apartamento, en el que difícilmente podía moverse, y se fue a pasear por las calles del barrio. Hacía ya dos años de su liberación, liberación que conllevaba la condición de no ir a Hong Kong. Un requisito adicional, aún más doloroso, fue el de no poder volver a trabajar con ordenadores durante al menos ocho años. No sólo no trabajar, sino tan siquiera entrar en los numerosos bares con Internet que proliferaban en China y menos aún contactar con extranjeros o contar a nadie sus actividades dentro de la prisión. Una vez a la semana debía acudir a la oficina que en Dafne tenía el Tercer Departamento del Ejército de Liberación del Pueblo para dar cuenta de sus movimientos. Se había avejentado de forma pronunciada y aparentaba más de los cincuenta y dos años que tenía. Andaba encorvado y su espalda mostraba una incipiente joroba. Su estatura ya no alcanzaba el metro sesenta y cinco de su juventud. Su piel transparente permitía contar todos los huesos de su esqueleto y su estabilidad peligraba ante la mínima ráfaga de viento. Su cara, con las gastadas gafas que le habían proporcionado en la prisión, se había afilado y los rasgados ojos de su juventud se habían convertido en dos oquedades. Su boca se abría a través de unos labios que se habían convertido en una línea inapreciable y en la que se echaba en falta los dos incisivos superiores. Todo en él destilaba el aspecto de un hombre vencido y acabado.

    Durante ocho años su comportamiento sería vigilado y en función de este era posible que le dejaran establecerse en Hong Kong. Algunas veces sus hermanos le venían a visitar, sin embargo, sentía que el lazo entre ellos se había roto y que cada vez se distanciaban más. Tenían miedo de que sus conversaciones estuvieran siendo grabadas por el Ministerio de Seguridad. Se había convertido en un apestado para todos y todos le evitaban. En fechas señaladas le colocaban en la puerta de su apartamento a dos policías que durante varios días le impedían salir y le tenían, sin ninguna explicación, bajo arresto domiciliario, lo que hacía que sus vecinos lo rehuyeran aún más. Su mundo había quedado atrás.

    Descendió por la estrecha escalera los siete pisos que le separaban de la calle. El edificio era uno más de los enormes bloques que se habían construido cuarenta años atrás en aquel suburbio. Todos iguales. Habían entrado conjuntamente en una decadencia que se expresaba en sus terrazas enrejadas en las que los vecinos apilaban los múltiples objetos que no les cabían en los treinta metros de superficie del apartamento. Deambuló por las calles del barrio tratando de seguir un camino aleatorio que no coincidiera con el que habitualmente le conducía al taller. Su mente comenzó a divagar sobre su situación. Al salir del campo de rehabilitación había tratado de acercarse lo más posible a Hong Kong creyendo, falsamente, que quizás aunque no estuviera en la metrópoli, su vida podría recobrar alguna de las sensaciones que había vivido a los quince años, como había sido el canto de los grillos. A esa edad había tenido uno. Ahora había adquirido otro que en las noches calurosas no paraba de cantar. En aquel barrio los apartamentos no eran tan caros y su tamaño, aunque pequeño, era mayor que el del piso ataúd, sin ventilación y con un fuerte olor a rancio en el que estuvo viviendo cuando salió del campo de concentración. A la salida de la cárcel subsistió recogiendo restos electrónicos. Más tarde consiguió que le contrataran para reparar juguetes robóticos en uno de los múltiples talleres dedicados a esa labor. A partir de ese momento dispuso de más tiempo para poder buscar algo que le permitiera vivir con cierta holgura. Desde aquel momento, más relajado, empezó a fijarse en su alrededor. Le llamó la atención que el barrio estuviera lleno de galerías con copias de pinturas de todas las épocas, ¿quizás aquella zona era un barrio de artistas? Comprobó que, efectivamente, aquel era un barrio muy peculiar ocupado por pintores. Todos hacían copias de cuadros famosos, cuadros que se vendían fundamentalmente a extranjeros y chinos ricos. Aquellas pinturas también eran exportadas a todos los países, aunque desde la crisis del 2010 los principales clientes eran los propios chinos que pedían acuarelas en tela con las reproducciones de los paisajes clásicos chinos. Aquel distrito era conocido en todo el mundo como el barrio de los pintores.

     De pronto, su vista se detuvo en la escultura del centro de la plaza que atravesaba en aquel momento: una mano enorme sujetando un pincel. Se había convertido en un símbolo del barrio de Dafne que se encontraba a unos treinta kilómetros de Hong Kong, que pertenecía a los suburbios de la ciudad de Chanchen. Aquella mano cambió el hilo de sus recuerdos que saltaron desde su primera forma de ganarse la vida después de la prisión, arreglando cachivaches, a cómo subsistía actualmente, pintando. Había recobrado la habilidad de su adolescencia manejando los pinceles y recordó el cuadro que en tiempos remotos tenía en su despacho y que había pintado con trece años: un bodegón de Caravaggio. Recordó los días que dedicó a recorrer los talleres de pintura buscando alguno que le permitiera mostrar su oxidada afición. Cuando le pidieron que demostrara que realmente no lo había olvidado, le pusieron a pintar unas olas en una marina con caballos. Ahora había cambiado de objeto y reproducía la bailarina de primer plano de Clase de danza de Degas. Siempre la misma y siempre con la mano en la cintura. Todos los estudios del distrito seguían el mismo esquema. Cada pintor reproducía una parte de un cuadro hasta que entre varios lo completaban y así hasta que la demanda de ese motivo bajaba y les obligaba a buscar otro tema. En su deambular llegó a una plaza presidida por una reproducción de la Venus de Milo, lanzó un escupitajo y su mente cambió nuevamente de rumbo: pensó en Jing. Al igual que USE, Jing había desaparecido de su vida. Sus intentos de localizarla resultaron infructuosos. Jing nunca respondió a ninguna de las comunicaciones que había enviado a las direcciones que tenía de ella. Aquel día había leído una noticia sobre Jing. En un periódico figuraba que había sido nombrada Supervisora General de Comunicaciones por el Comité Central del Partido y entonces entrevió por qué USE nunca se comunicaba con él en su presencia. Aquel pensamiento era el responsable de que anduviera paseando por el barrio a aquella hora intempestiva. A veces huyendo de los recuerdo se refugiaba en alguna jienu; las prostitutas que reclutaban a sus clientes en los parques y casas en construcción. Su pensamiento le trajo a la memoria la rotunda estampa del profesor Moore. Otro que había engañado a todos los miembros de la red.

    Probablemente, al principio no era un agente de la NSA, pero debió preferir colaborar con ellos antes que seguir el mismo camino que el resto. Recordó que ya el doctor Ogbonnaya sospechaba algo en el congreso de Japón. Por eso USE tampoco respondía al final a sus mensajes… La cabeza de Leonardo da Vinci en un pedestal hizo que sus pensamientos se desviaran y saltarán a la red y a USE. Nunca supo qué había ocurrido con los distintos integrantes de la red ni con USE. Quizás le habría gustado saber que Shivananda seguía en el Departamento de Ciencia Computacional e Ingeniería del Instituto Indio de Tecnología de Bombay y que había sido el único que había mantenido el contacto con USE después de la desaparición de la red.

 

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