Con el tiempo me hice un buscador de tesoros, un buscador de objetos abandonados en la calle. Siempre me acompañaban las noches, en invierno con el frío que pedía abrigarse y en verano cuando todavía guardaban el calor de las tardes.
En el oficio me inició Raimundo, un hombre sabio y experto, que me lo explicó en pocas palabras: “necesitas tiempo, paciencia y un cobijo para guardar lo que encuentres, el resto es solo mirar, porque la vista llega antes que nada, incluso antes que las palabras”. Y a esa tarea me dediqué.
Pero todo tiene un principio. Desde niño no me gustaba ni mi cara afilada con esos ojillos casi cerrados, ni mi nombre, Fulgencio. Al final las dos cosas han acabado haciéndose solo una y con el tiempo han resultado inseparables. La cara, tan lejana a la redondez que tenía la de mi madre, seguro que era una copia de la de cualquiera de los que pasaron por allí, y ese nombre, Fulgencio, de persona mayor con gesto de amargura, que ella nunca quiso explicarme de dónde había salido. Probablemente ese día se levantó de mal humor y dijo “a este, Fulgencio y que espabile”. Porque mi madre era así, de decisiones rápidas. Y fue ella, porque no había otra y porque padre, lo que se dice un padre en toda regla, nunca tuve.
Mi madre me empujaba al colegio, pero sin energía. Solo pretendía que yo fuera a clase para que la dejara sola y tranquila. A mí me gustaba dibujar y correr en el recreo, pero cuando había que sentarse en el pupitre, me aburría, terminaba escondiéndome entre los abrigos y cuando don Ambrosio no miraba, salía buscando la calle. Esa sí que fue una auténtica escuela para mí, ahí encontré mis primeros maestros.
Cuando cumplí los dieciséis un conocido de mi madre me buscó un trabajo de repartidor en una pescadería. Duré tan solo dos meses. Todo el día cargando hasta los restaurantes y los domicilios, aquello no tenía futuro. Y lo peor, con ese aroma que siempre tenía a boquerón o a caballa, las chicas no querían ni acercarse.
Tendría yo los dieciocho cuando a mi amigo inseparable, Felipe, le hice un gran favor. Una semana le dejé doscientas pesetas y esas doscientas pesetas se convirtieron en algo repetido durante muchas semanas, para mí era un exceso en mi economía. Un día no las tuve y Felipe me lo recriminó, “ya contaba con ellas para salir adelante”, me dijo y con esas desapareció de mi vida. Fue doloroso y a Felipe lo taché, pero me prometí que nunca olvidaría su afrenta. Todo esto me hizo comprender que la vida era otra escuela de aprendizaje.
Una corta temporada me dediqué a los pequeños hurtos. Una mañana de sol, cuando estaba intentando hacerme con el bolso de una turista, apareció Raimundo. Su figura esbelta, sus cabellos grises y su barba de profeta me dejaron inmóvil delante de él.
–¿Cómo te llamas, chico?–dijo con una voz grave que enganchaba.
–Fulgencio–contesté muy deprisa, como si quisiera ocultar mi nombre.
–Sí, Fulgencio es muy adecuado– dijo reflexionando y continuó– y con esa cara afilada serás un buen buscador.
Fue entonces cuando supe que aquel hombre tenía una verdad que nadie me había enseñado. Fue el primero que alabó lo que todos despreciaban: mi cara y mi nombre. Me sentí importante llamándome Fulgencio y me hizo descubrir que la cara alargada era tan válida como cualquiera para circular por la vida. Luego me habló de los tesoros abandonados en la ciudad. Y quedé atrapado.
Aprendí a frecuentar contenedores, rincones y lugares donde la gente dejaba parte de su vida, encontré cuadros oscuros de batallas en el mar, discos de jazz y de flamenco, libros de teatro y de filosofía, ropa de mujer para estrenar, había de todo, siempre algo para guardar y algo para vender y poder seguir con el oficio. Una noche localicé un buen surtido de pelucas y corsés, otra encontré varias cajas de madera con fotos dedicadas a novios y novias perdidos hace muchos años y cartas de amor que habían cruzado el Atlántico y hasta una sotana de un cura llena de lamparones que a saber de dónde habían salido. En las mudanzas se encontraba lo acumulado durante años y que al final caía en nuestras manos, manos de coleccionistas y de comerciantes de los objetos más variados.
Raimundo también me enseñó los lugares en los que se podía encontrar verdura y fruta algo madura, pero excelente. La carne y el pescado a punto de caducar eran alimentos de primera. ¡Lo que tiraban los supermercados!
Una noche, buscando comida, tropecé con unas ratas. Una bien gorda y con la piel gris claro se paró desafiante enfrente de mí. Me despistaba su ojo bizco; con esa mirada que tenía yo no sabía si estaba pendiente de mi persona o de la bandeja de muslos de pollo que quedaba a mi izquierda. Al lado de la rata gorda aparecieron otras dos mucho más pequeñas, con el mismo pelaje gris claro, no eran bizcas, pero resultaba sencillo adivinar que eran sus descendientes. No quise disputar con ellas la bandeja de comida. En un gesto de generosidad que yo no me conocía, empujé con el pie hacia ellas los muslos de pollo, cogí del contenedor un par de manzanas con manchas marrones y me di la vuelta. Oí un ruido y me volví, me pareció entrever en la rata gorda una cara de agradecimiento que yo jamás había pensado que pudiera tener una rata. Por eso se quedó para siempre con el nombre de “Agradecida”.
Volvía para casa comiendo una manzana cuando me tropecé con otro buscador, le vi de espaldas, pero supe al instante que se trataba de Felipe, aquel amigo de juventud al que yo le presté doscientas pesetas durante muchas semanas y que desapareció. No quise hacer sangre y me fui. Nunca habría imaginado que un hombre tan zafio acabara en este oficio para mentes sensibles y tan lleno de virtudes.
Un día de otoño, Elisa, mi compañera de amor y correrías, me abandonó. No me dio explicaciones, quizá ya no le divertían mis gracias o fue mi olor el que la ahuyentó. Adelgacé hasta quedarme en los huesos, como un esqueleto andante. Triste y mustio pasé una larga temporada sin salir de mi escondite, hasta que un día me dije, “¡Fulgencio, tú vales más que esto!” y decidí volver a la calle. Me dirigí al contenedor de las ratas, cuando llegué me encontré un paquete con unas chuletas de cordero con una pinta magnífica. Conté hasta una docena de ratas dando vueltas sin atreverse a lanzarse sobre las chuletas. Apareció “Agradecida” y se ordenaron como si fueran un pequeño ejército con la rata bizca a la cabeza; quizá mi delgadez la despistó y le impidió reconocerme, olisqueó el aire, bajó las orejas y movió la cola, con ese gesto entendí que ya me había localizado. Volví a hacer la misma operación del primer día que las encontré, con el pie empujé las chuletas hacia ellas y yo me conformé con una pera que estaba demasiado blanda. Me pareció descubrir una sonrisa de reconocimiento en el hocico bigotudo de “Agradecida”. A una orden suya las ratas abrieron el paquete y se repartieron el botín. Yo me fui a casa sabiendo que tenía una buena amiga.
Una larga tarde de primavera, justo después de ponerse el sol, descubrí junto al contenedor un auténtico tesoro. Esparcido por el suelo en un radio de unos diez metros localicé una libreta azul con las hojas en blanco, perfecta para escribir un cuento sobre “Agradecida” y su reino de la ratas; también encontré un taco de billetes de metro y de autobús sin usar, cogidos por una goma, un precioso carrete de hilo verde botella perfecto para coser un par de camisas verdes, la colcha verde y unos calcetines también verdes. Lo más valioso llegó a continuación: una caja de anzuelos nuevos preparados para ir a pescar al río y que me recordaron los dos meses de mi vida que dediqué a acarrear pescado de acá para allá. Y por último una cinta de seda blanca con una leyenda: “Para un hijo de puta en el día de su jubilación”. Esto me dio mucho que pensar. No entendí si se trataba de un hijo de puta, lo que se entiende en cualquier idioma como un hijo de puta y que el tal hijo de puta se jubilaba o tal vez que sus amigos, con esa mezcla de cariño, envidia y añoranza le llamaban así cariñosamente por el hecho de jubilarse. Me dio pena el hombre que estaría echando de menos su cinta con la dedicatoria. Tuve un momento frágil y pensé en llevarla a mis enemigos de la oficina de objetos perdidos, pero superé esos instantes de debilidad y me quedé la cinta como un trofeo que ocuparía un lugar preferente. Guardé todo en la mochila y me eché una cabezada en un banco.
Al despertar no entendí lo que estaba ocurriendo. Alguien había abierto mi mochila y se había llevado mi tesoro. Cerca de mí, las ratas habían formado un inmenso círculo, habría cien o doscientas de todos los tonos de grises. Cuando “Agradecida” daba un paso adelante, todas la imitaban y el círculo se iba cerrando. En el centro un hombre aterrado. Era Felipe, mi antiguo amigo de juventud, el de las doscientas pesetas semanales y a sus pies la libreta azul, el taco de billetes, el carrete de hilo verde, los anzuelos y la cinta de seda blanca con la leyenda que le iba que ni preparada expresamente para él. Atravesé el círculo de ratas y Felipe no quiso reconocerme o quizá no pudo, ni siquiera se fijó en mí cuando fui recogiendo los objetos y los fui guardando en mi mochila.
Allí dejé a “Agradecida” y a su pequeño ejército de ratas, ya sabrían qué hacer con Felipe. Yo me llevé todo a casa.