AQUELLO QUE LOS GRIEGOS LLAMABAN MELANCOLÍA, Autora: Carmen Lalinde Antón

“Hora de la muerte: 14.30”.

   Se escucha un latigazo de goma cuando el doctor tira con fuerza de sus guantes de látex. De fondo un pitido agudo saliendo del monitor. Cierran mis párpados. Un olor a betadine y frustración flota en el aire y yo comienzo a elevarme hasta el techo. Me veo tumbado. Mi hígado mordisqueado por las cicatrices se queda ahí abajo.

   Las enfermeras que me revisaban la almohada y el catéter no sospechan nada y el médico para el que hoy he supuesto un mal día, tampoco. Creen conocer las causas de mi muerte. En mi historia clínica apuntan “Cirrosis hepática” llenos de ciencia, pero no saben que a mí lo que me ha matado es aquello que los griegos llamaban melancolía.

   En cuanto se quedan solas, las enfermeras empiezan a recoger mientras parlotean sobre lo barata que está la manicura francesa a la vuelta misma del hospital. Las observo sintiendo todavía en el aire mi último aliento. En el momento en que abandonan el quirófano bajo y me miro de cerca. Mi piel está fría y grisácea. Sí, sí, es extraño pero puedo tocar y notar el frío. Es más, mi materia inconcreta se estremece al sentir lo que fue mi cuerpo. El hígado es el órgano que siento más caliente. Ese hígado que whisky a whisky se ha ido deformando hasta conseguir parar a una máquina que tenía pensado dar más latidos.

    Me fijo en mi pelo. Es rizado y ya empezaba a ser cano. Seguramente he muerto demasiado joven para los demás pero no para mí. Desde que Sara se marchó me sobró la vida. Por estas fechas nos gustaba ir al lago a recibir la llegada de las grullas. El trompeteo que precedía a su vuelo en uve nos hacía mirar al cielo y aparecía en nuestras caras un único gesto que expresaba lo grandioso que era ese momento para los dos. Oigo risas que se acercan. Me elevo otra vez respondiendo a una reacción instintiva que aún conservo. Son las enfermeras de antes. Ahora se quejan de los turnos y de los inútiles de sus maridos.

    En el reloj de pared puedo ver que han pasado 30 minutos desde que fallecí. Voy adquiriendo un tono púrpura y mis labios se vuelven blanquecinos recordándome que la sangre ha dejado de recorrerlos para siempre. Son los mismos labios que buscaban su sitio junto a los de Sara. Los mismos que besaban su cuerpo esculpido en oro a contraluz. Pero ya hacía tiempo que habían cambiado. Ni siquiera eran capaces de formar una sonrisa de verdad. Solo eran un instrumento eficaz para llenarme de alcohol. Un embudo blando, húmedo e insensible, tapizando una boca desencajada.

   Las puertas batientes del quirófano se vuelven a abrir y dos hombres vestidos de verde se acercan y me ponen una pulsera en el tobillo. Hablan con las enfermeras sobre la proximidad de la cena de Navidad. Se burlan del hombre de verde que ocupa mi cabecera y que me sube a una camilla por los hombros de una manera un tanto brusca. Este año jura que no beberá. Ha tenido suficiente con las bromas durante un año entero. “Venga ya…”, le dice la más joven. “ A mí me pareciste muy gracioso”. Una sonrisa bobalicona aparece en la cara del camillero y cubre mi cuerpo con una sábana.

   Sigo desde las alturas el recorrido que inician los dos hombres por el hospital mientras se recrean describiendo las curvas de la enfermera joven. Parece que hemos llegado. Me deslizo a un lado y dejo que entren primero. Los camilleros me colocan ahora en una losa y revisan papeles. Dicen que nadie ha reclamado mi cuerpo. “Pobre tipejo. Así acabarás tú como te descuides”, le dice, entre risas, uno a otro mientras se lavan las manos. Cuando terminan salen comentando lo injusto del gol que anularon en el partido del sábado y se van dejando detrás un silencio absoluto.

   La Morgue huele a azufre, a carne en descomposición y a formol. Es un sitio que produce aprensión incluso si estás muerto. Desciendo sigilosamente y me poso al lado de mi cadáver. Noto cómo se va poniendo rígido y curiosamente de forma simultánea yo me voy relajando. Revoloteo alrededor y vuelvo a pensar en Sara.

   La primera vez que la vi ella leía bajo la copa de un roble un libro que hablaba de la depresión. Era un sofocante día de principios de julio. Yo llevaba a los perros sueltos y Ronie, el más nervioso de ellos, la acorraló ladrando junto al árbol. Sara llevaba una camiseta de tirantes con el símbolo de la paz cosido en el centro. Se incorporó de un salto y se abrazó al tronco que tenía detrás quedando enfrentada al animal. El dibujo de su camiseta cambiaba de tamaño siguiendo el ritmo de una respiración agitada. Aparté al perro y Sara aceptó nuestras disculpas dando un paseo con nosotros. Me dijo que era psicóloga y que estaba preparando una tesis sobre el tema de la depresión. Era algo apasionante para ella. Me preguntó si no me parecía hermoso que los griegos llamaran melancolía a aquel estado. Hablaba y reía a mi lado y un tenue olor a lavanda se iba quedando ya para siempre conmigo. También los perros danzaban a nuestro alrededor moviendo el rabo mientras hacían los honores a su nueva dueña. Sara era, como yo, una amante de la naturaleza y no concebía una vida lejos de ella ni de sus libros.

  Años más tarde Ronie acabaría muriendo en sus brazos. Lo enterramos a los pies del árbol donde nos conocimos y prometimos terminar en ese mismo lugar. No se nos ocurría un sitio mejor donde descansar que alimentando con nuestros cuerpos al viejo roble para acabar formando parte de él.

   Pero Sara se fue. Primero fue su mente la que empezó alejarse de mí para acercarse a otro hombre. Después fue toda ella. Se marchó lejos sin dejarme si quiera la esperanza de cumplir su promesa.

   A las 24 horas mi piel ya no está tan fría y su color empieza a mutar a un tono verde azulado. Oigo pasos. La rendija de luz se ensancha y entra un grupo de gente que no puedo distinguir. Agazapado, escucho voces que recitan protocolos y normativas que no logro entender y que apenas despiertan mi interés. Únicamente empiezo a erguirme al advertir un leve olor a lavanda que poco a poco comienza a inundar la estancia.

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