REMEDIOS, Autora: Concha Vallejo

La mujer de mi padre prepara el desayuno en la cocina. Hasta mi habitación llega el chisporroteo de las lonchas de bacón sobre la plancha y el aroma a café recién molido. A la mujer de mi padre no la llamo madre, ni mamá, porque no lo es; la llamo Remedios, su verdadero nombre. Mi madre nos abandonó hace cuatro años. Recogió todas sus cosas, menos un paraguas con tres varillas rotas que sigue en el perchero de la entrada y unos zapatos verdes con el tacón torcido que mi padre arrojó con rabia a la basura, y salió por la puerta sin darnos un beso; yo acababa de cumplir diez años. Antes había escupido un torrente de palabras sobre nuestras cabezas, gacha la de mi padre y la mía ladeada por el esfuerzo de querer comprender: que si no estaba dispuesta a aguantar más esa vida de fregona, que si su cuerpo ya había sufrido bastante con parirme, que si mi padre era un calzonazos, que ella merecía algo más, que con el salario de mierda de un madero de mierda no le llegaba para nada, que afortunadamente Dios le había dado un cuerpazo que enloquecía a los hombres, que ahí nos quedábamos, que yo ya era bastante mayor para valérmelas solo, que había encontrado un hombre de verdad con la cartera bien repleta que esperaba afuera en su deportivo amarillo, que…
Ya no supimos más de ella.
Reme llegó a nuestras vidas hace dos años. Los primeros meses después de la desaparición de mamá, papá y yo nos arreglamos como pudimos. Por la noche él me abrazaba muy fuerte hasta que yo me dormía y soñaba que mamá volvía a vivir con nosotros, pero una mamá distinta que se levantaba temprano para prepararnos el desayuno, que se vestía con colores suaves, que me acompañaba a los partidos de futbol, que me leía cuentos sentada en mi cama y me soltaba la mano cada vez que tenía que pasar página, que no gritaba a papá, que sonreía. Luego, poco a poco, papá y yo construimos nuestra propia rutina y vivimos una vida ordenada hasta que ocurrió lo que ocurrió.
La noche de autos a las cuatro de la madrugada avisaron a papá para que acudiera con urgencia a la comisaría: un preso peligroso se había fugado de la penitenciaría y en el transcurso de la persecución se había parapetado en un almacén abandonado a las afueras de la ciudad. Al parecer iba blindado hasta los dientes, aunque nadie se explicara ni cómo ni dónde había conseguido tantas armas. Aquella noche yo no me enteré de nada porque seguía durmiendo. Tengo un sueño tan profundo que ni un ruido que me taladrase el tímpano lograría despertarme. Pero conozco de memoria lo que ocurrió porque después papá me lo ha contado muchas veces con pelos y señales.
No sé si exagera, pero él asegura que al menos había seis patrullas de policía rodeando el almacén donde se había guarecido el fugado.
––Aquello parecía una feria con tanta luz y tanto altavoz y tanto tiro al blanco, que por cierto era negro ––nos relata papá, y siempre ríe complacido ante su ocurrencia.
––De vez en cuando una metralleta se asomaba por una de las ventanas rotas del piso superior ––prosigue–– y sus ráfagas nos obligaban a atrincherarnos detrás de la barricada formada por los coches patrulla. Nuestros barridos no lograban alcanzar el objetivo y al poco rato eran contestados por el fugado. Pero la sexta descarga sí debió de dar en el blanco –nuevas risas– porque no hubo respuesta; se produjo un silencio opaco, prolongado, que hacía suponer que el evadido estaba muerto o maltrecho… El jefe de la operación ordenó a Martínez, de la tercera comisaria, y a Valero, de la primera, que penetraran en el recinto y que otros ocho hombres les cubrieran ––continúa mi padre cerrando los ojos para recordar mejor––. Cuando irrumpimos en el almacén una lluvia de balas cayó sobre nosotros y durante el tiroteo varios policías resultamos heridos antes de que consiguieran reducir al malhechor.
Llegado a este punto del relato, Martínez, es decir mi padre, mira con ternura a Valero, es decir Remedios. Y yo a los dos.
––Uriel, ya está el desayuno, ven antes de que se enfríen las tortitas ––me avisa Reme.
––Me lavo la cara y voy ––le respondo y me doy prisa porque me encanta todo lo que ella cocina.
Cuando llego, mi padre y Reme ya están sentados a la mesa. Hoy es domingo; papá viste de paisano con un pantalón de pana y una camisa a cuadros; su mujer lleva un vestido de lana azul pastel y el pelo rubio recogido con una cinta del mismo color. Me acerco y les beso a los dos, porque a los dos los quiero. Él huele a lavanda y ella a jazmín.
––Seguro que hoy marcas muchos goles ––me anima ella y me acaricia con sus manos suaves.
––Este chico va para campeón ––sonríe él.
––Por la tarde te ayudo a terminar los deberes y luego vemos la tele juntos ––propone ella.
––Si los haces rápido, podemos tirar unas canastas ¬––termina él.
Luego, los tres, salimos de la casa.
“Qué suerte hemos tenido”, pienso mientras miro como papá empuja la silla de ruedas de Reme por la rampa que conduce al garaje.

Este relato fue publicado por primera vez en el libro “La Gabardina Verde” de Concha Vallejo. La imagen pertenece a la película «Alemania año cero» de Roberto Rossellini

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