El cuadro de Gerrit Dou, “Joven a la ventana con una vela”, cuelga en un lugar preferente de mi salón. Os preguntaréis que por qué os cuento esto. Que qué importancia puede tener. Todo el mundo posee copias de sus cuadros favoritos, pero es que ese cuadro no es una copia, es el original. Por eso os lo cuento. Os contaré cómo el cuadro acabó en mi salón para combatir vuestro escepticismo.
Mi esposa es pintora y reproduce cuadros de los siglos XV al XIX por encargo. Nunca le falta trabajo porque no sólo hace buenas copias. Se documenta hasta el extremo que, para realizarlas, utiliza el mismo tipo de soporte, los mismos pigmentos, los mismos barnices, los mismos bastidores, etc., que los originales. El resultado: casi siempre logra que no se pueda distinguir el original de la reproducción, salvo después de un examen minucioso por un especialista.
Hará unos nueve años y conociendo mi afición por la pintura holandesa del siglo XVII, me regaló una reproducción suya del cuadro de Gerrit Dou. Es un cuadro muy pequeño, de 26,7 x 19,5 cm, un óleo sobre tabla y en el que ella reprodujo, incluso, el craquelado fruto del paso del tiempo y las marcas de raspados.
Ese regalo vino acompañado de una obsesión. No podía dejar de pensar en cómo sustituir el original por la copia. Cuando se lo comenté a ella, se echó a reír y dijo:
―¡Qué cosas tienes! Las condiciones de seguridad lo hacen imposible. Como broma no está mal.
Al ver que no era broma, se puso pálida y después de una fuerte pelotera, me espetó:
―Bueno, pues planéalo y cuando lo tengas claro me lo vuelves a contar.
Imaginaba que más tarde se me pasaría la euforia y que lo mejor era dejar pasar el tiempo. Sin embargo, yo seguí dándole vueltas a la forma de dar el cambiazo.
Hice más de treinta visitas al Thyssen. Tenía perfectamente localizada la ubicación del cuadro dentro del museo, dónde estaban las cámaras de video, dónde podría abandonar el cuadro si, por una casualidad, se descubría la sustitución antes de salir del museo…
El cuadro se halla en la primera planta del museo en una sala con otros diez más, y en ella hay dos de Pieter Hendricksz de Hooch, “La Sala del Concejo del Ayuntamiento de Amsterdam” e “Interior con una mujer cosiendo y un niño”. La habitación posee dos accesos, uno enfrente del otro, y el pequeño cuadro se exhibe en el centro, entre otros dos cuadros, de una de las paredes que dan acceso a la sala. En la pieza hay dos cámaras de video situadas sobre un muro en el punto de encuentro con el techo y distantes entre sí unos dos metros.
Supuse que habría, como en la mayoría de los museos, y afortunadamente acerté, un segundo sistema que se dispararía si se tocaba algún cuadro.
Cronometré en sucesivas visitas el tiempo que transcurría entre las inspecciones de los vigilantes a la habitación y planeé minuciosamente la estrategia. Transcurridos unos dos años desde que hice la proposición a mi esposa de dar en cambiazo, volví a hablar con ella.
―¡Estás loco! ¿Te crees que has sido el único que has pensado en robar un cuadro de esa forma? ―fue su respuesta, entre grandes gritos.
Mantuve la calma para impedir una espiral de situaciones irracionales y hablando, lo más fríamente que me fue posible, logré calmarla. Al final la convencí apelando a su vanidad:
― Te imaginas un cuadro tuyo, que los demás creen que es el auténtico, admirado por todo el mundo…
El plan era bastante sencillo en su concepción. El canje debía realizarse al principio del invierno, cuando llevamos algún tipo de prenda amplia. Debajo de esta, en un bolsillo hecho a propósito y de tamaño adecuado y, sin que se notara, llevaría la pequeña reproducción. Los dos entraríamos en la habitación, ella se situaría enfrente del cuadro “La Sala del Concejo del Ayuntamiento de Amsterdam” y yo observaría el pequeño cuadro con el abrigo sobre los hombros y los brazos en jarras. En el momento adecuado y cuidando que en la habitación hubiera como máximo una persona, ella se inclinaría sobre el cuadro para verlo mejor y simularía que se desmayaba con tan mala suerte que caía sobre el cuadro. Eso haría sonar las alarmas y los vigilantes se precipitarían en la sala y dirigirían su atención al cuadro de Hooch y a mi mujer. En ese instante, en que estarían sonando las alarmas y en presencia del o de los vigilantes y ocultando al mismo tiempo la visión del cuadro a las cámaras y a los vigilantes, debería dar el cambiazo. Estuvimos ensayándolo durante meses en una habitación de casa del mismo tamaño y con la misma forma. Incluso, para que todo fuera parecido, compre dos cámaras de vigilancia idénticas a las del museo y comprobé, una y otra vez, lo que las cámaras grababan.
Hoy el cuadro original se encuentra en mi salón. No recuerdo un subidón tan grande de adrenalina, a pesar del Sumial que previamente había ingerido, como el momento en que cambie un cuadro por otro. Al hacerlo había otro visitante, pero como había previsto toda la atención se centró en mi mujer.
A los seis meses mi mujer falleció y su muerte vino asociada a la aparición de un montón de dudas cada vez que miró al cuadro ¿Me llevé el original y colgué la copia o al revés? Se disipan momentáneamente al darle la vuelta y ver la grieta del bastidor, eso, mi mujer no podía saberlo ¿O sí? La incertidumbre crece cuando pienso que si la grieta era conocida ¿Cómo es que seis años después nadie haya descubierto el cambio?