LA ÚLTIMA CENA, Autora: Raquel Arqued González

 

 

 

I

-De mayor quiero ser… -masticó despacio mientras levantaba la vista de los alimentos para observar la reacción de los demás-… enterrador.

-Sepulturero, se dice sepulturero -corrigió indiferente su hermana mayor.

-¡Qué más da cómo se diga! Lo que quiero es estar en el cementerio y disfrutar de las pequeñas esculturas, las flores de los nichos, el frescor de las tumbas…

-Anda, calla y deja de esconderte el queso -reprendió con paciencia-. Mamá, ¿me pasas el pan, por…?

-Sschh -cortó tajantemente la progenitora irguiendo el cuerpo, levantando la pequeña cabeza y aguzando el oído.

               Ningún miembro de la extensa familia se atrevió a mover un músculo. La comida se quedó quieta en las bocas. Los ojos, abiertos de par en par, permanecieron fijos en la entrada, sin atreverse a pestañear. Ni siquiera los más pequeños discutieron la onomatopéyica orden y el silencio se hizo tan grande como la tensión que se iba acumulando.

               Esta vez, todos pudieron escuchar lo que en principio solo había llamado la atención a la madre. Parecía que alguien estuviera merodeando junto a la entrada y no precisamente intentando pasar desapercibido. Duró poco. Los extraños sonidos se fueron apagando, pero la intranquilidad hermética de los adultos indicaba que el peligro no había cesado. Pareciera que hubiera alguien emboscado esperando a que cualquiera cometiera un error para abalanzarse sobre ellos. Finalmente la amenaza se alejó y los rostros familiares fueron relajándose. Cualquier espectador observaría que la conversación se había extinguido como el voraz apetito, que los ecos de los movimientos de las patitas alrededor de las viandas estaban apagados y que ese día, si hubiesen tenido la posibilidad de irse a la cama, hubiera sido sin el bullicio ni griterío provocado por la teatral resistencia de los más pequeños.

II

 

-Moisés… ¡quita! ¿Qué son esos ruidos? -dijo Nuria mientras se separaba empujando los hombros de su novio que se le venía encima.

               Sin dejar de tentar la boca y el cuello de Nuria en la oscuridad, Moisés contestó:

-Yo no oigo nada.

               Ella se relajó dejándose hacer hasta que nuevos golpeteos la hicieron desasirse e incorporarse estirándose la camiseta:

-Que sí, escucha, que suena como las lechuzas en los tejados pero por el suelo.

-Si tú lo dices… ¿Lo investigamos? -preguntó contrariado.

-No, no, no…

-Vamos, Nuria, te estás dejando influenciar por el decorado. ¿Qué estás rumiando?

-Lo mejor es que me vaya a casa. No sé en qué momento pude pensar que esto tendría algo de aventura excitante.

-Pero, nena si…

-Yo me voy, tú puedes hacer lo que quieras. Si me acompañas, bien; si no, ahí te quedas.

Nuria se revolvió dirigiéndose hacia la puerta de la cripta cuando extraños sonidos similares a rasguños, arañazos y largos correteos se materializaron en pequeñas ratas de pelo erizado que salían de un agujero del subsuelo emitiendo agudos chillidos. No pudo evitar acordarse de toda la familia de Moisés al tiempo que se sacudía los pantalones y daba saltitos a lo largo y ancho del pequeño habitáculo.

-No jodas, tío, me has citado en la única cripta con ratas.

Moisés alumbró con el móvil hacia el suelo y pudo distinguir a una ratita completamente petrificada mirando al depredador que había originado todo ese jaleo: un gato. Entre ellos se interpuso una gran rata que parecía aún mayor por el arqueamiento de su espalda. Castañeteaba los dientes, los rechinaba y enseñaba fieramente. De ella procedía un agudo silbido con el que pretendía intimidar al minino.

El escaso haz de luz no parecía molestar a ninguno de los combatientes. Uno buscaba jugar acechando y cansando a sus presas hasta obtenerlas; la otra, defender a su progenie. El primer zarpazo del gato fue al aire mientras que el mordisco defensivo acertó en pleno hocico. Los jóvenes no se quedaron a contemplar la coreografía hostil entre ambos animales y salieron precipitadamente del sótano.

-No vuelvo a dirigirte la palabra en la vida.

-No es para tanto, solo…

-Ni me hables. Anda, pasa delante y alumbra con el móvil que aún nos caeremos entre las tumbas y los jarroncitos.

-Sácalo tú.

-Imbécil, sabes que no lo llevo -increpó para, a continuación, mascullar entre dientes-. Está claro que los caballeros están todos muertos.

               Sortearon el laberinto de raíces de árboles y sepulcros camino de la salida sin que les llegara ningún sonido proveniente de la pelea animal.

-Ahora en silencio, que pasamos junto a la casa del guarda —susurró volviéndose hacia ella.

A la puerta se vislumbraba un bulto y enfocando vieron al gato pardo con la enorme rata en la boca. Se escuchó un tropiezo, un golpe seco y sordo acompañado de un leve quejido.

-¿Qué fue? Nuria, ¿eres tú? ¿Te has hecho daño?

Cuando se giró un destello muy potente provocó que se cubriera los ojos intentando ver quién o qué lo enfocaba. Alguien dijo:

Calambre, ¿qué llevas ahí?  ¿Qué me traes?

III

 

No quedaba mucho para que amaneciera. El fresco rocío mañanero animó a José que terminaba el cigarro sentado sobre su pañuelo extendido en la tumba contigua. Inhaló la última bocanada, apagó la colilla en la tierra húmeda y le dio una ligera patada para que cayera en el hoyo. Pronto tendría que abrir el cementerio aunque no era uno de los más visitados, la verdad. Los cementerios para mascotas no están muy extendidos ni resultan turísticos. De hecho, no había previsto ningún servicio en todo el día. Se levantó, sacudió y dobló cuidadosamente el trapo, guardándoselo en el bolsillo trasero.

Calambre era un gato bastante independiente pero, según José se hacía mayor y su trabajo una pesada losa, había empezado a regalarle presas, como queriendo abastecerle. Comenzó trayéndoselas vivas, enseñándole la técnica de caza. Posteriormente las fue dejando por toda la casa, como si José fuera parte de la familia a la que alimentar. ¡Para que luego digan que los gatos son ariscos! Y anoche, ¿no va y se presenta con esa rata en la boca? Bueno, con la de la boca y los otros dos. Sacrílegos. Todos los fines de semana eran igual. Venían a provocarle, a tentarle con su irreverente juventud, su transgresora falta de miedo ante el riesgo, su corrupta, lujuriosa y abominable actitud entre las tumbas y criptas. Ellos y ellas. Los impíos y blasfemos eran cada vez más. Calambre maulló allí sentado a sus pies. El minino le dirigió una mirada de orgullo, de felicitación por el trabajo bien hecho y volvió a maullar esta vez pasando melosamente entre sus piernas.

La segunda bolsa era más ligera que la primera, pero aun así tuvo que hacer un buen esfuerzo para arrojarla al interior. Cogió la pala y comenzó a rellenar el hueco. Le había llevado toda la noche cavar un hoyo tan profundo, normalmente eran bastante más pequeños. La tierra iba esparciéndose hasta cubrir completamente el plástico abultado. Prensó el terreno; no quería que quedara suelto sino que pareciera una base firme.

En silencio se había hecho de día. Solo se oía la cascada de tierra cuando caía palada tras palada. El fantasma de la soledad y Calambre eran su única compañía. O no.

Un pequeño hocico olisqueaba el aire a distancia. Tras el jarrón caído de unas flores de plástico una pequeña roedora contemplaba la escena. Mientras habían estado cenando todas las ratas juntas ninguna hubiera pensado que todo acabaría así, a pesar de haber presentido que un gato merodeaba su guarida. La noche anterior había sido buena para todos los cazadores aunque una de las víctimas fuera de su familia. Se cerraría el círculo en cuanto el hombre y el gato se fueran. Esperó pacientemente a que José rematara su trabajo colocando la lápida. El epitafio mentía:

Calambre.

Los perros tienen amos;

los gatos, súbditos.

 

 

(Ilustración de cabecera, «Be on guard 2», Autor: Alexander V. Maskaev)

 

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