YO, Autora: María Cruz Quintana

 

Me había dormido profundamente. Me desperté cuando la azafata anunciaba que nos aproximábamos al aeropuerto. En el taxi fui repasando mentalmente los puntos más importantes de mi conferencia. Mi auditorio iba a ser de profesores de la Universidad y alumnos recién egresados con el título caliente todavía. Miré el reloj y tenía tiempo suficiente para repasar mis anotaciones en el hotel.

Cuando bajé del taxi hacía frío y pensé que tal como me había dicho Luisa, tenía que haber cogido algo más de abrigo. Una neblina grisácea y húmeda se colaba entre la ropa. Me dirigí a la recepción del hotel. Antes de que yo pudiera decir algo, aquel hombre enjuto que estaba detrás del mostrador me saludó con una amplia sonrisa:

─¿Se le ha olvidado algo, señor López Carrizo?

─Perdón, yo he reservado una habitación para hoy.

─Sí señor, la habitación era para ayer y hoy, y usted acaba de dejarla, todavía no he puesto la llave en el casillero pues no ha dado tiempo a hacerla. Si quiere extender su estancia le daremos otra.

─Me está confundiendo con otra persona. Me llamo José Antonio López- Carrizo y acabo de aterrizar, vengo a unas conferencias…

El hombre enjuto no me dejó acabar.

─¿Se encuentra bien? Usted vino ayer noche y se ha ido hace una media hora, el ciclo de conferencias que hay en la Universidad nos ha llenado el hotel pero puedo darle una individual contigua a la que ocupó anoche y hoy.

─Sí, démela, pero usted se confunde, está confundiéndome con otra persona ─le contesté y subí a la habitación repitiéndome─. Se confunde, se está confundiendo.

Me duché, cogí del minibar un agua tónica y saqué los papeles de mi conferencia intentando borrar de mi memoria el incidente inexplicable de hacía unos minutos. Los ordené y me dispuse a ir al paraninfo de la Universidad pero antes vi la puerta que comunicaba con la habitación que supuestamente yo había ocupado, giré el pomo y se abrió. La cama estaba deshecha, el armario vacío pero encima de la mesilla, junto al teléfono, una tarjeta plastificada. La cogí y vi mi foto, mi nombre. Era mi acreditación como conferenciante. Un sudor frío humedeció mi frente: ¿me estaban suplantando? La metí en el bolsillo.

Salí del hotel confuso, anduve hasta la Universidad que no estaba lejos. En la puerta un hombre canoso me extendió la mano diciéndome:

─José Antonio, creí que te ibas hoy, tu conferencia de ayer fue interesante y amena, realmente brillante, estaremos encantados de que vuelvas en junio, claro, si tus ocupaciones te lo permiten y si no se nos adelanta otra Universidad.

Yo no supe qué decir. Intuía que cualquier cosa que dijera iba a sonar extravagante, increíble, desnortada. Me despedí y mientras me alejaba, oía:

─¡Qué buena ha sido la conferencia, innovadora, manteniendo en todo momento el interés de la gente!

Los que esto comentaban habían asistido a «mi» conferencia el día anterior. Me fui deprisa, huyendo, dando traspiés, trastabillándome.

Sentado en el aeropuerto intenté comprender qué había pasado, qué estaba pasando. Alguien me había suplantado, alguien, que se parecía a mí, mi sosias, que se llamaba como yo, que tenía los conocimientos que yo tenía, demasiado, demasiado, me repetía. A lo lejos vi una figura que me resultaba familiar, me levanté, y lo alcancé. No llegué a tocarlo, se volvió y era yo. Me estaba viendo en un espejo, con indumentaria idéntica, mis ojos me miraban, no aguanté su mirada o mi mirada, mis ojos recorrieron el entorno, la gente pasaba apresurada, indiferente junto a nosotros. El dejó la cartera en el suelo y me dijo tendiéndome la mano:

─Soy José Antonio López-Carrizo.

En ese momento los altavoces del aeropuerto anunciaban la salida de varios aviones, entre ellos el mío. Él me dijo:

─Este no es tu avión, es el mío.

Miré mi reloj, miré mi billete, la fecha era la del día siguiente, catorce horas más tarde.

─Quiero hablar, quiero que me expliques qué está pasando ─dije con voz entrecortada lejos de la seguridad que siempre había tenido.

Las piernas apenas me sujetaban, su voz era mi voz, sus ademanes los míos y su seguridad la mía perdida. Le pregunté:

─¿Vas, vas a mi casa?

─No, yo voy a mi casa ─me contestó enfatizando el posesivo─. Me esperan Luisa y los niños.

Cuando nombró a Luisa y los niños mi cabeza empezó a dar vueltas y cuando volví a abrir los ojos estaba en la enfermería del aeropuerto.

─Señor, ha sido una lipotimia, íbamos a llevarlo al hospital, ¿cómo se encuentra?

─Estoy bien, estoy bien, ¿qué hora es?

─Son las ocho, su avión sale mañana a primera hora, perdone pero hemos revisado su cartera para identificarlo, ¿lo comprende, verdad?

─Sí, sí, no se preocupen y gracias por todo.

Metí la mano en el bolsillo de mi chaqueta y saqué la acreditación, no podía apartar los ojos de ella. Me senté en una de las salas del aeropuerto que poco a poco se iba quedando vacío. Las limpiadoras volcaban las papeleras en bolsas negras y pasaban las fregonas. Miré al exterior, había empezado a nevar, los copos caían perezosos sobre el asfalto, como mis pensamientos que ahora eran lentos. No era capaz de recordar los acontecimientos del día con claridad. Cogí el avión como un autómata, había dormido en el aeropuerto y me dolía todo el cuerpo. El día anterior había dejado el coche en el aparcamiento, pero no me sorprendió que no estuviera donde yo lo había aparcado. Cogí un taxi, tuve la sensación de que había pasado mucho tiempo desde que me fui, al llegar a casa me detuve en el jardín. Por el ventanal vi a Luisa y los niños que se reían a carcajadas por algo que yo había dicho, pero no era yo el que estaba con ellos.

Aquella ya no era mi familia, ni mi casa, me di media vuelta y me fui.

 

(Pintura de cabecera: Gustavo Amenedo)

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