Si no mal recuerdo, creo que conocí a Auschwitz a principios de los años ochenta, allá por el rumbo de la colonia Condesa. Auschwitz en realidad se llamaba Rafael. Rafael Fernández Gutiérrez, y llegó a la Ciudad de México siendo un chiquillo. No tenía más de cinco años cuando sus papás emigraron de España. Muchos años después me enteré de que eran de un pueblo cerca de la ciudad de Ávila.
Cuando nos conocimos teníamos poco menos de 20 años y jugábamos al fútbol en equipos distintos de la liga del club asturiano de la ciudad. Nuestro equipo estaba formado por viejos camaradas de la escuela de bachilleres ahí por el rumbo de la colonia Roma y Auschwitz jugaba en un equipo auspiciado por inmigrantes españoles.
Al calor de las jugadas, nosotros los llamábamos gachupines, entonces término despectivo que se aplicaba a los españoles. Ellos no se quedaban atrás y contestaban llamándonos indios o prietos. Los prejuicios culturales nunca llevaron el agua al río. No sé cómo, pero siempre supimos contener las emociones, eso sí, en el campo de juego en todo momento buscamos ganar al rival.
Una vez acabado el ritual futbolero, cada cual cogía su camino. Yo nunca fui muy amiguero, me gustaba jugar, pero no quedarme a “conbeber” con el equipo. En eso coincidíamos Auschwitz y yo. Además del fútbol teníamos otras cosas en común. Nos gustaba el cine, la cocina y ambos “odiábamos” lo que nuestros padres querían para nosotros. Pero eso también lo supe mucho después.
A Rafael le puse Auschwitz una tarde que salí de la Cineteca Nacional, después de una serie de películas sobre el holocausto. Ese día vi: Un Amor en Alemania, de Andrzej Wajda; la Decisión de Sophie, de Alan J. Pakula y la que más me gustó: Ven y Mira, del entonces soviético Elem Klimov.
Rafael era un tipo largo y blanco de facciones finas. Era fuerte, pero flaco, y su piel marmórea, parecía envolver sólo sus huesos. Sus pómulos delicados, resaltaban al igual que su nariz fina y puntiaguda. Si a eso le añadimos que usaba el pelo al rape, pues teníamos los ingredientes necesarios para colocarlo en el campo de concentración imaginario de mi cabeza.
El caso es que ese flacucho, serio y bueno, se convirtió en Auschwitz en mi agenda particular. Nunca le he llamado así, por supuesto, pero en mi mente ese nombre es su retrato. Como dije, no sólo nos gustaba el fútbol, también compartíamos el gusto por el cine y la comida, bueno, él en realidad la cocina. Su padre quería que fuera abogado y el mío luchó por convencerme de que estudiara medicina. Auschwitz se hizo cocinero y yo ingeniero.
La nuestra es una amistad singular, rara podría decirse. Nunca he considerado a Auschwitz un amigo íntimo. Más bien creo que hemos sido dos extraños que se comunican de maravilla. Nuestra relación se inició, como casi todo en la vida, por casualidad. Un domingo después de un partido en el que fuimos rivales y su equipo fue el vencedor, coincidimos en la parada del autobús.
Bastó un: “¿Qué tal? Buen juego” para que todo fluyera como si nos conociéramos de toda la vida. Platicamos generalidades, pero una mochila de manta con la imagen del Che en la que guardaba mis zapatillas de fútbol fue la llave maestra para dejar fluir nuestras coincidencias. “Bonita bolsa, me recuerda una película española que se llama Carné de Identidad”, me dijo de forma natural y, yo como un resorte contesté: “Sí, la que vino a la muestra el año pasado ¿Te gusta la muestra?”
Y ahí se hiló una conversación y floreció una amistad.
Coincidimos varias veces en esa rutina, cuando tuvimos suerte de jugar en horarios iguales o cercanos. Durante un par de años, el azar nos juntó y con él recorrimos en una hora escasa, vericuetos de escenas y diálogos de cine, aderezados con pláticas de comida. En esos pequeños viajes, exponíamos sin rubor gustos y ambiciones, sobre todo Auschwitz que soñaba con más fuerza el tener su restaurante.
La carrera profesional nos separó un tiempo, aunque seguimos nuestra comunicación vía correo electrónico, como se llamaba entonces al mail. Algunos años después recibí la invitación a la inauguración de su pequeño local. Le llamó: La vida es Bella, como la película de Roberto Benigni que acababan de estrenar. Sí, ya era 1997 y ambos unos adultos que habían abandonado el deporte de las patadas. Él se convirtió en un estupendo cocinero y yo, pues no soy tan malo como ingeniero, hago cálculos estructurales para el sistema de drenaje profundo de esta ciudad, es decir, de alguna manera evito que nademos en mierda.
La vida es Bella era un pequeño local en la zona comercial de la Condesa, ya transformada en el barrio bohemio más importante de la ciudad. El recinto no es la gran cosa, unos 100 metros cuadrados, con una pequeña, pero funcional cocina, no más de una docena de mesas y una barra donde los comensales podemos escoger las delicias que Auschwitz diseña cada mes y que rota cada semana en un estupendo menú buffet que contempla a todos, carnívoros y vegetarianos.
Yo trabajo a una media hora del lugar y he sido asiduo comensal durante los últimos diez años. Me he adaptado para llegar al último tiempo del horario habitual de la comida. Como gozo del privilegio de la amistad de Auschwitz, tengo garantizadas las novedades y los platos que más me gustan. Luego, cuando pasa el furor de la hora pico, compartimos una taza de café y la sobremesa se prolonga más de una hora.
Ahí desmenuzamos las películas, especialmente las de la muestra internacional a la que ambos asistimos año tras año. No vamos juntos claro, pero eso lo hace más interesante, ya que los comentarios, como la buena comida, necesitan de la pausa y el reposo para digerirlos como es debido.
También intercambiamos sobre fútbol, pero cada vez menos. El cine y la comida siempre serán más interesantes. De alguna manera me considero un privilegiado, una especie de conejillo de indias que engulle muy atento los experimentos culinarios que Auschwitz realiza. Yo trato de pagarle contándole las novedades o experiencias sobre lo que he comido fuera, cuando salgo de viaje.
Una tarta de arándanos, que hace todos los días, nos endulza la tarde acompañada de una taza de buen café. En ese tiempo escaso, sustituto de lo que fue antaño el viaje en el autobús, componemos y descomponemos el mundo, el ajeno y el nuestro. Luego me despido con un hasta mañana y la tarde se me hace más espléndida.
Hoy he recibido un mail de Auschwitz. Tendrá que cerrar La Vida es Bella. Era el último de los pequeños propietarios que se negaba a vender su comercio, pero le han hecho una oferta “imposible de rechazar”. Sí, así, al estilo de Marlon Brando en la película El Padrino, de Coppola.
Supongo que la “oferta” en metálico valdrá la pena, pues ya encontró un lugar en la vecina colonia Roma, que está un poco más lejos. Ahora su aventura se llamará: El Festín de Rafael, en alusión directa a la película danesa El Festín de Babette. Yo le he propuesto que mejor le ponga: Comer, Beber y Amar, como la peli del chino Ang Lee, aunque seguro ya todos esos nombres tienen derecho de autor. Sea como sea, ya estoy diseñando mi nueva ruta y agenda, ya que mientras pueda, seguiré alineado en el equipo de Auschwitz.
Jocke.