TEA Y YO, Autora: Carmen Lalinde Antón

 

 

Tengo veintiocho años y siempre he vivido con mi abuela Dorotea. Se podría decir que somos una extraña pareja. Mis padres murieron jóvenes y solo nos tenemos el uno al otro. Ella es distinta al resto pero últimamente esas diferencias se han acentuado. Resulta que ha renunciado a ser mayor y ahora parece que le duplico la edad. A pesar de mi sobrepeso soy debilucho por naturaleza y tiendo a ser huraño. Me molesta el ruido, odio el desorden y con frecuencia me duele todo, puede que por mis kilos de más. Tengo un trabajo mediocre de mileurista en una tienda de reparación de ordenadores y una vida de gordo solitario que sería más mediocre aún si no fuera por ella.

Un día, sin venir a cuento, decidió que eso de abuela le sumaba años y pasó a llamarse Tea. Desde entonces empecé a mirarla de reojo y, para qué nos vamos a engañar, con desconfianza. Hasta notaba que le hablaba mal pero es que no me gustaba que se riera de esa manera nueva tan estridente ni que vistiera con colores flúor. Tampoco entendía que a su edad fuera en bicicleta ni que tuviera novio. Es más, me parecía igual de peligroso. Hace cosa de un par de meses llegué del trabajo y estaban los dos comiendo palomitas mientras veían un partido de baloncesto con los pies en alto sobre la mesa. Él, de hecho, pisaba con el talón de sus zapatillas mi fantástico portátil financiado por el tirano de mi jefe a modo de cadena perpetua. Tea sin levantarse me dijo:

─¿Te he presentado ya a mi chico?, ¿no?, Alfredo-Juan, Juan-Alfredo.

Y encestó una palomita en su boca sin despegar los ojos de la pantalla. El tal Alfredo se levantó, primero limpiándose la mano en el chándal y después estrechando la mía con una descarga eléctrica:

─¡Vaya! ─dijo Alfredo frotándose otra vez en el pantalón─: ¿Qué pasa Juan?

─Nada ─dije yo─, no pasa nada. Si me disculpas…

Y cogí mi ordenador dejando a la pareja en un enfático choque de palmas ante un triple de Gasol.

Luego me contó que era zamorano y que lo había conocido en la clase de ritmos caribeños. Se definió a sí misma como una vieja arrepentida de serlo y me dijo que prefería salirse bailando del carril de los acabados. Yo la miraba alucinado y me imaginaba solo y abandonado como un perro en el arcén de ese mismo carril.

Si ya lo sé. En el fondo hay un poso de rabia por no haber heredado su forma de ser. A ella no le importa nada lo que digan los demás si es algo negativo. Es alegre y lleva un impermeable contra la energía que no le interesa. Yo en cambio soy un hacha recogiendo esa misma energía. Y no solo eso, llega la noche y la tapo con el nórdico para que me acompañe al día siguiente.

Por las mañanas Tea y yo desayunamos juntos. Ella toma muesli, frutas exóticas con yogur y ganas de conversación. Yo magdalenas, café y silencio. Su ducha es larga, la mía breve. Su armario inmenso y hecho para una estación luminosa que en el mío, pequeño y aburrido, no tiene cabida. Ella se perfuma y se va a yoga. Yo me subo a la báscula y me bajo cabizbajo y sobrepasado desde primerísima hora. Todos los días lo mismo. Es salir del portal y enseguida zumba por mi lado un ente fucsia que desprende esencia de sándalo con cada pedaleo.

─¡Adiós Juan! ¡Que pases un buen día!

Levanto mi brazo, a esas horas ya cansado, para desear lo mismo a Tea mientras dejo que me engulla la boca de metro.

Antes, por lo menos, disfrutábamos haciendo cosas juntos. De vez en cuando íbamos al cine, jugábamos al chinchón o pedíamos pizza de salami a domicilio, pero desde que se convirtió en una quinceañera ennoviada dejó de tener tiempo para mí y yo, tan propenso a la depresión como soy, no levantaba cabeza.

Alfredo empezó a ir tanto a nuestra minúscula casa que, por no verle, me iba a dar paseos la mayoría de las veces sin rumbo fijo. Alguna noche, incluso, se quedaba a dormir y los dos roncaban tanto que era imposible desconectar. El otro día les dije que por su culpa me estaba convirtiendo en roncador pasivo, y que ya estaba afectando la cosa a mi trabajo. Con toda la desfachatez del mundo, Tea me contestó que en comparación con mi nivel de experto ellos eran simples roncadores a nivel usuario. Hasta pude apreciar una especie de destello maligno que ambos compartían en sus, de pronto, afilados caninos. Así es que me di la vuelta con toda la dignidad que pude recopilar entre tanta maldad y salí a vagar por las calles una vez más.

La situación se volvió tan insostenible que el martes pasado le dije a Tea que no tenía más remedio que marcharme de lo que siempre había considerado nuestro hogar. Ella estaba en el baño tiñéndose el pelo de un color berenjena. En el lavabo había un cacharro de arándanos y remolacha y, en medio de mi duro discurso inconformista, le pregunté que si podía picar algo de su tinte. “Tú siempre tan glotón, hasta en los peores momentos”, susurró soltando el pincel.  Entonces se acercó a mí y me abrazó todo lo que daban sus pequeños brazos alrededor de mi enorme circunferencia. Me dijo que no tenía de qué preocuparme. Alfredo se había largado con una compañera de la clase de baile y calculaba que a esas horas ya estarían por Zamora a ritmo de bachata. Me llamó bobo varias veces y me dijo que para ella solo había un hombre serio en su vida y ese era yo. Todo lo demás eran mezclas que olían a nuevo y le daban ese empuje que necesitaba para nadar a contracorriente por el temido carril de los acabados.

Hoy ha sido un día grande. Mi jefe ha alabado mi trabajo y ha reducido a la mitad las cuotas del portátil. Para celebrarlo he invitado a Tea a una función de teatro alternativo que estaba deseando ver. Hemos quedado a las ocho en la puerta. Cuando me iba acercando, a la vez que distinguía mejor su silueta menuda y colorida saludando a saltitos al lado de la bici candada, he respirado hondo y una sensación de profundo bienestar ha ensanchado aún más mi torso.

 

3 Comentarios

  1. Me ha encantado la historia de Tea y su nieto! Qué dos personajes tan distintos y tan entrañablemente unidos.
    Muy buena la descripción de los protagonistas!

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