EL PREMIO, Autor: Miguel Sokolowski

 

                                                                  I

Desde el tren, la ciudad no me pareció nada del otro mundo. Era una localidad como cualquier otra, más bien pequeña, perdida en medio de la llanura. Los edificios eran bajos y estaban separados entre sí. La mayoría era de color gris o rojo, y lucían una capa de polvo amarillento como el suelo de aquel lugar. Aquella población daba la sensación de estar inacabada. Como si le faltasen cosas.

            La locomotora, una de las viejas de hierro negro, llegó hasta la estación arrastrándose a lo largo de un muro de ladrillo rojo que parecía no tener fin, pues llevaba mucho tiempo viéndolo correr junto a mi ventanilla. El muro llegaba hasta la estación, cuyo edificio se empotraba en él, y luego continuaba, dividiendo en dos la nada de la planicie.

            Tomé mi exiguo equipaje y descendí a la tierra polvorienta.

            La estación era una construcción gris, cuadrada, con arcadas al frente y al dorso. En lo alto, un letrero indicaba el nombre de la población y un reloj en la fachada señalaba que faltaban diez minutos para las dos. Una pareja de palmeras se destacaba contra el cielo claro y un sol duro recortaba sus sombras en el suelo amarillo frente a mí. Apenas se movían en la quietud del viento a aquella hora. Al otro lado de las vías, la llanura, de vegetación baja y escasa, se extendía hasta el horizonte, un horizonte recto y diáfano que debía contemplar guiñando los ojos en una incómoda mueca.

            Los escasos pasajeros del convoy atravesamos la oscuridad fresca de la estación, que nos condujo a una plaza espaciosa y austera en cuyo centro se erigía una escultura de piedra que representaba una mujer recostada. Los viajeros se dispersaron inadvertidamente por las calles aledañas y yo busqué un lugar para instalarme. Luego salí a cumplir la misión que me había traído allí.

                                                                       II

            —Buenos días —dije al conserje—. ¿Trabaja aquí el profesor Bellavitta?

            —Buenos días. Sí, así es. Pero ahora no está en la escuela.

            —¿Podría decirme dónde encontrarlo? —pregunté— Vengo de la capital exclusivamente para tratar un asunto con él.

            —No sabría decirle.

            —¿Está enfermo tal vez?

            —No sé nada —dijo—. Sí, es verdad que da clase aquí, pero hoy no está —dudó unos instantes. Luego añadió—. Si le puedo yo ayudar en su tarea…

            —Le traigo un premio que le ha concedido el Ministerio de Cultura y la Consejería de Educación por su labor en el campo de la enseñanza.

            Mi interlocutor apretó los labios y arqueó las cejas, pero no dijo nada. Posó las manos sobre el mostrador, luego, las retiró. Miró hacia arriba y a lo lejos.

            —A mí —dijo al fin— no me consta que esté enfermo. Ni que esté de viaje, usted me entiende. A mí no me consta, pero claro, vaya usted a saber… —me miró.

            Yo me quedé callado un rato. Pensando. Luego dije:

            —Bueno, dígaselo usted cuando lo vea, por favor. Yo me pasaré mañana a esta hora. O mejor, a primera hora de la mañana.

            El hombrecillo moreno, enfundado en un uniforme azul, gastado y con botones dorados, se echó la gorra hacia atrás.

            —Si lo veo, descuide que se lo diré… —añadió luego.

            Hice un gesto como pidiendo más aclaraciones.

            —No viene todos los días, la verdad sea dicha —añadió él—. Yo le daré el recado si lo veo, pero ya le digo que no sé si aparecerá por aquí.

            Pensé añadir algo. Abrí la boca, luego la cerré. No se me ocurría nada más que decir.

            No insistí más. Me despedí agradeciéndole su —poca— ayuda.

                                                                       III

            Anduve perdido por el pueblo aquella tarde. Como perro sin amo. Caminé hasta el confín de la ciudad, donde las construcciones se espaciaban y comenzaban a aparecer campos de trigo. Torres para el almacén de grano, pintadas a veces de rojo, a veces de blanco, se erguían como faros en un mar dorado de espigas. Di un rodeo siguiendo el perímetro donde terminaban las construcciones. Algunas eran casas bajas y planas, pequeñas como establos; otras eran bloques de apartamentos color gris o mostaza, recién construidos, nuevos aún y sin estrenar, con las ventanas precintadas y pintadas de blanco.  Maceteros de cemento recién colocados llenos de tierra virgen. Me quedé mirando un perrillo que, cojeando, se alejaba por la carretera.

            Cené en un bar cercano al centro. Centro que seguía pareciéndome ralo e inacabado. El camarero, con quien había entablado conversación, me presentó al alcalde que estaba allí tomando café. Me dijo que perseverara en mi misión. Que hablaría con el colegio que yo había visitado por la mañana. No mostró, sin embargo, ninguna sorpresa por la misteriosa ausencia del profesor.

            Nubes lacias reflejaban aquella noche las luces anaranjadas de la ciudad, entre las chimeneas y antenas de los tejados, contra un cielo morado. La luz verdosa de una gasolinera señalaba una de las salidas de la urbe.

            Me fui a dormir.

                                                                       IV

            El día siguiente amaneció nuboso. El viento agitaba las palmeras de la estación que podía ver desde la ventana de mi cuarto. La sombra de los cúmulos, bajos y oscuros, se deslizaba sobre los edificios, las calles y los caminos, oscureciéndolos de repente para encenderlos luego súbitamente de sol.

            Fui a la escuela en cuanto me hube desayunado. El conserje me saludó con una sonrisa. No me preguntó si había encontrado al profesor. Directamente me informó de que el alcalde había llamado esa mañana y que subiera al despacho del director, que era el siete B. Que allí me informarían. Subí la escalera de mármol que me condujo a un pasillo pintado de beige y verde. El rumor de los chicos se oía a través de las puertas laterales. El pasillo estaba vacío y su superficie, desgastada de puro pisoteada, reflejaba la luz del ventanal que había al final del corredor. Olía como a una mezcla de fruta y ropa sucia. A cuarto de dormir, a plátanos y a jabón, todo mezclado. Busqué la puerta siete B y toqué ligeramente con los nudillos.

            —Pase —escuché una voz en el interior.

            Entré.

            —¡Ah! Buenos días —dijo el hombre que estaba tras la mesa de despacho.

            Lucía una barba y un bigote entrecanos y llevaba gafas. Vestía una americana gris y debajo un chaleco beige de punto.

            —Usted debe ser el que ha venido de la capital —dijo.

            Le dije que sí.

            —De modo que le envía el ministerio —continuó—. Ya me lo ha dicho Ursino, nuestro conserje. Me ha contado también que trae usted un premio para uno de nuestros profesores.

            Volví a asentir.

            —El profesor Bellavitta —murmuró.

            —Así es.

            —Claro, pobre Ursino. No sabía muy bien de qué le estaba usted hablando. De quién, mejor dicho. Verá, la situación del profesor Bellavitta es actualmente un poco…  Atípica.

            —No me diga más. Tampoco ha venido hoy —dije.

            —No. No, por cierto que no —dijo él.

            Guardamos silencio durante un instante.

            —¿Sabe? A decir verdad no le vemos mucho por aquí —continuó—. Al profesor Bellavitta, me refiero. No viene nunca, de ahí que el propio Ursino no sepa qué aspecto tiene. Él ha empezado a trabajar con nosotros hace poco.

            —Perdone —interrumpí—. Creo que no le comprendo. ¿Me está diciendo que el profesor Bellavitta, al que han otorgado un premio por su labor docente, casi no viene a la escuela? Se supone que es aquí donde desarrolla esa labor y yo le suponía una asistencia, por no decir una puntualidad, modélica.

            —Sí, sí. Le comprendo… No es el caso, créame —y tras un momento, continuó— De hecho, preferimos que sea así. Que no venga, quiero decir… Últimamente su presencia no era en absoluto un ejemplo para los chicos.

            —¿Ah, no?

            —El profesor —me explicó— siempre fue amigo de pasarlo bien.

            Yo callaba atónito.

            —Era muy de fiestas y celebraciones. Le encantaba la música, y bailar, y beber… Era, es, un gran asiduo de las fiestas populares de nuestra región.

            —¿Y por eso no viene? —pregunté.

            —Su clase, ya desde el principio, contó siempre con pocos alumnos. Cuatro o cinco. Él, en ocasiones, salía antes para acudir a alguno de esos eventos.

            —Me está dejando usted de piedra.

            —No, no. Él es buen profesor. Le gusta su trabajo y las materias que imparte. El contacto con los chicos, con la gente de la ciudad…

            Lo miré en silencio.

            —Todo profesor —continuó— tiene sus peculiaridades. Él, en ocasiones, se llevaba a los chicos a excursiones y visitas.

            Asentí indicando que aquello me parecía bien, puesto que era lo normal.

            —Un día los llevó al casino —continuó él—. Se llevó a los alumnos y a una profesora para que, según él, “enfrentaran el caos del universo” a los trabajos que les había hecho hacer sobre estadística y probabilidad. El profesor hacía mucho ese tipo de cosas. “Experimentos lúdico-sociales” los llamaba. No era nada convencional, como puede usted ver. Hubo quejas de algunos padres por culpa de algún alumno que no regresó en buenas condiciones.

            —¿Del casino? —dije.

            —Lo del casino fue una vez, en realidad. En alguna otra salida de esas que él llamaba “de aventura” hubo chicos que volvieron con alguna lesión o en “no del todo buen estado”. También en las “de folklore” algún estudiante volvió un poco… —y aquí el director hizo un gesto universal llevándose la mano a los labios figurando tener un vaso.

            —Sí, claro —dije—. No me extraña, dado lo que me está usted contando.

            —Hubo tiranteces también con las profesoras. Ya le digo que Bellavitta era un amante de la fiesta. Todo lo que fuera salir, pasarlo bien… Esas cosas, usted sabe.

            —¿Y su clase? —pregunté.

            —Los días que no acudía, por sus salidas, les dejaba tareas. Luego fue viniendo menos. Cambió su especialidad por “Medicina Popular” y “Medición Topográfica”. Ahí ya se borraron muchos alumnos. Bueno, muchos…, dos o tres que tendría. Y si alguno quedó, lo pasamos a Botánica y a Geografía. Pensamos que eso era lo que más se parecía.

            —Disolvieron su clase —sentencié.

            —Sí.

            —¿Y el profesor?

            El director jugueteó con un lápiz sobre el escritorio. Luego, con una sonrisa que me pareció distante, comentó.

            —No lo vemos ya.

                                                                       V

            Más tarde, el director me dijo que, a veces, algún alumno viene y le cuenta que ha visto al profesor, que se lo ha encontrado ya de madrugada cuando había salido con amigos, o que le han visto bailando en algún local de una urbe lejana, o en fiestas en la provincia. Tal y como hablan de él, de sus correrías y excentricidades, parece que se tratase de un personaje de ficción, de una leyenda. Aunque ahora, montado ya en el tren de regreso, esperando a que se pongan en marcha las ruedas de hierro una vez suene el pitido de partida, pienso que todo esto tal vez solo se deba a que nunca llegué a conocerlo.

 

(Fotografía de cabecera de Bob Wilson)

 

 

2 Comentarios

  1. Hola, gran contenido presente en este blog. Una duda: ¿como eligen a sus colaboradores? me gustaría participar. Tengo un blog juanluiszavala.blogspot.com en donde hablo sobre mi otra pasión aparte de los libros: el fútbol.
    Espero su respuesta, saludos.

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    1. Hola, buenos días.
      Gracias por tu comentario y por contactar con nosotros.
      El blog está abierto a la participación de cualquiera que escriba y desee publicar; el contenido que demandamos es literario, un relato, un poema, un capítulo de novela y/o alguna reseña de libros, y por lo que se refiere a las colaboraciones fijas se basan en artículos con una periodicidad establecida sobre un contenido específico que abunde o trate «el hecho literario».
      Si quieres publicar algo que hayas escrito y se encuentre dentro del primer apartado, encantados, quedamos a la espera de tu aportación (en el apartado CONTACTO de este blog tienes una dirección de correo donde hacerlo) y si te planteas colaborar de forma fija con nosotr@s, envíanos un pequeño y breve currículum junto con una propuesta en la que se indique sobre qué tema de contenido literario estás interesado hacerlo, así como la periodicidad con que lo harías.

      Un saludo

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