Mi vecino me acaba de regalar un cuadro. Es su manera de despedirse o de agradecerme algo que no entiendo: ¿un pizco de sal?, ¿algún ajo?, ¿el hilo musical? Ni idea. A saber, parece un solitario empedernido.
Es pintor. Dice la portera que es famoso. Pero para la portera todos los hombres solos que no ponen su nombre en el buzón son famosos que quieren ir de incógnitos. Y más este que, además de pintor y soltero, es italiano. A todos nos gusta el vecino. Es un hombre respetuoso, pulido y callado. No se puede pedir más en una comunidad como esta, tan maltratada por las flautas, los reguetones y las peleas matrimoniales.
Se llama Giorgio, como el perfume que utilizo en los momentos especiales. Para llamarse Giorgio no es gran cosa, pero el hombre tiene su aquel. Ahora que dice que se va de la casa me quedo con ganas de conocerle un poco más. Sobre todo después del regalo. Qué generoso. Abro la puerta, lo veo con el cuadro, –en ningún momento he dudado que fuera otra cosa, siendo pintor, lógico– le pongo la mano en la espalda y lo conduzco al salón. Está sentado en el sofá mientras saco las magdalenas que estoy haciendo para la merienda y de paso le compenso por su obsequio. Magdalenas de mantequilla casera cántabra y un café, o un té, que es lo único que tengo.
Justo hoy, que sé que se va, empiezo a fantasear con la idea de tener un amante artista. Cómo me gustan todas esas biografías en las que se habla de las musas. Yo creo que doy el perfil de musa. Sin tener que imaginar demasiado me veo retratada en tonos pastel, con un suave tejido de organdí que se difumina al contraluz de una ventana; algo así, que este hombre parece muy fino.
Se levanta y sin más me dice ciao. Eh, ¿y eso?, le digo. Un momento, me dice y cruza a su casa. Ah, ahora oigo. Es el teléfono. Habla en italiano. Su madre, su hermana, su trabajo… No sé, en verdad, no sé nada de él. Presupongo que es un soltero de los que salen del lecho materno para encerrarse en un estudio a desarrollar su arte y volver a casa por Navidad. Un hallazgo, nunca voy a tener hombre así tan al alcance. A ver si vuelve.
Mientras, voy a abrir el paquete envuelto en kraft. Ah, y tiene una dedicatoria. Para E. Qué detalle. Me gusta llamarme Elisa porque suena muy romántico. Beethoven no sabe la de Elisas que hay encantadas por llamarse así. Hoy por suerte no está mi madre para apuntillar que no era Elisa la de la canción sino Teresa, ¿y qué? le digo yo siempre, equivocación o no, todas las Elisas tenemos una pieza preciosa para toda la vida. Ni no ni ni no niiiii…Inevitable el tarareo, siempre me pasa.
Viene Giorgio. El cuadro es… no sé cómo definirlo. Es como un rincón de la cocina de mi abuela, siempre con su vajilla blanca y delicada, con sus manteles de hilo con apresto y sus piezas colocadas con mimo y con estilo; el estilo de entonces, que hoy yo no tengo esa vajilla ni esa porcelana tan exquisita. Esos son los detalles que hacen al artista: la delicadeza de los instantes cotidianos. Yo no soy de bodegones, ni de naturalezas muertas. Por no ser, no soy ni de cuadros.
Giorgio está mirando las paredes. Qué alto es, y delgado, muy delgado. Pelín ambiguo, como buen virtuoso. Observa mi salón diáfano: ni un cuadro, ni un tapiz, ni nada de arte que decore la estancia. Soy muy austera para esto de la decoración. Solo algunas fotos de mi familia y la orla. Qué vergüenza, por cierto, vaya pelos. Cualquier día arranco de la pared los restos de mi vida universitaria.
Giorgio, Giorgio, le llamo. Lo veo de nuevo sentado recto, como un cuatro perfecto, en el sofá.
–¿Quieres café o té?
Sin respuesta. Tal vez no me entienda. Es tímido. Pocas cosas me gustan más que un hombre tímido.
Me siento a su lado. ¿A dónde vas?, le pregunto, por sacar conversación y enterarme de su próximo destino.
No me responde, me mira extasiado. Creo que haciendo un boceto de mi cara. Qué manera de mirar tienen los artistas.
Voy a por el cuadro a la cocina, creo que lo echa de menos y lo coloco delante de la televisión. Sobre la mesa de centro, las magdalenas, aún calientes, la cafetera italiana –como él–, la única jarrita blanca que tengo para la leche y la caja que compré en los chinos con las infusiones.
–¿Quieres café o té?, Giorgio.
–Té con leche, prego –me dice muy correcto.
Cómo me gustan los italianos aunque hablen español.
Él mira el cuadro, me mira.
Sorbe el té. Sé que está a su gusto. Masculla algo, ensaya palabras, me parece.
No le entiendo nada, pero lo miro como si sí. Me gusta ser su anfitriona. Hacer que se sienta cómodo. Es curioso, igual es que lo veo como un artista o tal vez es el cuadro que preside el salón, pero todo tiene un ambiente especial, casi decimonónico. No me parece estar en mi propia casa. Ni con el vecino, parece otro. La verdad es que aun con esa camisa cuello mao, y ese chalequito –que o eres artista o eres antiguo– tan poco favorecedor, él tiene algo que le hace especial. Él es especial. Me da rabia no haberme dado cuenta hasta hoy. Justo el día en que se está despidiendo.
–¿Y dónde vas? –le pregunto.
Nada, no me responde. Me hace gesto de tener la boca llena. Llena de migas, porque come como un pajarito. Un hombre comiendo magdalenas de esa manera es mucho más de lo que puedo esperar a vivir. Es algo inaudito.
Y otra. Coge otra magdalena, la pone en la mano y la mira admirando su copete, que por suerte hoy me ha quedado alto y mullido y separa uno a uno cada pliegue del papel rizado. Desnuda la magdalena de esa manera, que ya quisiera yo…
Debe ser necesidad, lo mío, digo. Nunca me hubiera imaginado que esa ceremonia de quitar el capacillo, pudiera ser tan sensual. Y es que es el arte. Los artistas nacen con otra alma; con una sensibilidad que no puede tener un médico o un juez, de ninguna manera. Ahora me doy cuenta de por qué Roberto y yo, Eduardo y yo, Néstor y yo,… Ellos. Tantos, para nada. Y sin embargo hoy llega Giorgio y mira, todo lo que necesito en un hombre aparece de golpe. Toda la sensualidad en su mano, en mi magdalena, en sus dedos… Me hipnotiza esa quietud en sus gestos. Esa forma de recrearse en algo en lo que nunca hubiera sido capaz de detenerme. Un ardid solo en poder de genios.
–¿Te gusta desnudar magdalenas?, –pregunto espontánea y fascinada.
Me mira sorprendido. Y cuando va a decir algo, deja la palabra casi a punto de caer y se ríe pícaro. Nos reímos. Pocas cosas me gustan más que hacer reír a un hombre.
–Me encantan las magdalenas. Me recuerdan a mi abuela, la mia cara vecchia nonnina.
Se le llenan los ojos de emoción. Es sensible, no podía ser de otra manera.
–Nooo, noooo, ¡¿qué me dices?!, –exclamo, pregunto, me emociono–. No me lo puedo creer. La vida está llena de señales. Tu cuadro, precioso por cierto, me recuerda a mi abuela.
Acabo de sentir que lo de las magdalenas de Proust comparado con este momento es una anécdota.
Él se fascina. Me dice que sí. Que el cuadro es precisamente la representación de su familia materna. Su abuelo, ese señor alto, ese jarrón alto, o botella blanca, lo que sea, su abuela, la porcelana bajita, entrañable, adorable, y su tata, y empieza a hablar tan deprisa, tan en italiano, que no le sigo, pero adoro este instante en el que habla, habla y habla, y io no capito, pero soy felice porque es como si hubiera tocado la tecla exacta. Sí, digo, va bene Elisa, has hecho el milagro de dar voz al vecino silencioso. Bravissimo. Escenas así me hacen ser capaz de todo: ser musa, vender cuadros, seducir a artistas, ponerme el mundo por montera, o de mi parte, o ¡comérmelo! Mientras habla y habla recitando como un Battiato al que le hubiera quitado las gafas yo me enciendo. Le deseo, sí, demasiado deprisa, pero es que he sufrido un amore prima vista, y eso que ya los conocía, pero no así, tan de cerca, tan excitado y es que pocas cosas me ponen más que un hombre tan excitado. Sí, lo está aunque él hable y hable: que si su mamma, y su nonna y su familia y el capo y todos. Y ahora, ¿por qué llora? Mira que me está poniendo fácil lo de tenerle que abrazar.
Le abrazo, pocas cosas me ablandan más que las lágrimas de un hombre, de un hombre como este, un artista hecho y derecho. Piano, piano, Giorgio.
Con sus labios bordeando peligrosamente mi oreja me dice que quiere pedirme un favore. Pídeme lo que quieras, claro, lo que quieras. Quiere que esté con él en este momento. Qué momento, pienso, pero no lo digo para no romper la magia del instante. Me solloza en el cuello con sus labios carnosos. Giorgio, que me muero aquí mismo, lo pienso tan alto que se lo digo. Upss, me dice que no, que no puedo morir. Que tengo que casarme con él, que ir con él, con él, con me, con me. Dónde, pregunto. A Napoli. Su abuela è morto. Egli ha promesso di sposare. ¿Que me case contigo? ¿No va a ser un poco precipitado? A ver, que por mí…, pero entiéndeme hasta ahora solo éramos vecinos y residentes en… Me besa. Y me dice todo lo que necesito saber con ese beso. Soy una vidente de besos, eso no lo sabe él, ni casi nadie. Nunca me comeré el mundo, lo acepto, pero detecto la mentira en un beso como nadie.
–Pero, ¿qué beso de babosa es ese? Te has equivocado conmigo. Ni te gusto, ni nada. Quieres que haga el papelón, Giorgio. Por quién me tomas. Vete con el puñetero cuadro, cursi. Que se ha muerto tu abuela. Y la mía, también murió, qué te crees. No me digas más, quieres hacer el papelón, quieres llevar a una pedazo mujer como yo al entierro y que vean que no eres un amargado solterón. Ahora dime lo de herencia, que si no hay donna no hay pasta. Qué poco original eres. Qué sieso; otra decepción para Elisa. ¿Cómo? Que te vas, pero que me quede con tus gatos, ¿gatos? ¿Tengo yo pinta de tener gatos? Anda, sal, y llévate tu cuadro, por cierto que como ese hago yo cientos el día que quiera, artista. Pocas cosas me enfadan más que la mentira, ¿me oyes? Cierra la puerta, anda.
Habrase visto. Cursi, imbranato.
(Fotografía de cabecera, Giorgio Morandi, Still life, 1946)