El número del diablo
Él tiene tres seises tatuados en la frente. Es una frente morena, curtida, hecha en la calle. El número del diablo se lo dedica al mundo, a todo el que le mira menos a ella. Suelen estar sentados en la misma esquina. Sucios y con una botella compartida. El pelo de la mujer cambia de color a mitad de camino. Negro en su cráneo y amarillo en las puntas. Si rebuscas entre la mugre de su rostro se puede intuir que ahí hubo belleza, una belleza que sigue viva para él.
A veces se mueven buscando el sol. Entonces van a un banco del parque para ver si se pasa el mal viaje. Ella se apoya en su hombro. Él coge su mano y le sorprende lo poco que pesa. La acaricia mientras piensa en un fruto maduro. Tiene la sensación de que si continúa frotando el dorso se desprenderá la piel y saldrá un jugo igual de dulce que lo era ella antes de llegar a esto. Cuando todavía podían bailar y reían con los ojos.
Cada vez son más los momentos en los que su lucidez es superior a la de ella. Entonces la mira con angustia. Los tres seises se ondulan en arrugas de preocupación. Le reclina la cabeza sobre una chaqueta raída de chándal y vuelve a observarla. Se enciende un cigarro. Ella parece que se despierta con el olor a tabaco. Le pide una calada desde abajo. “Claro, mi amor”, le dice él. Acerca el cigarro a sus labios cuarteados y después los besa suavemente. Aparta el pelo detrás de la oreja dos, tres, cuatro veces y la vuelve a besar. Ella le pasa la última calada que él aspira sin dejar de mirarla y suelta el humo vaciando sus miedos como si fueran vidrio soplado.
A ella le gustan los abrazos. Los prefiere a los besos porque le hacen sentir segura. Se los pide cuando está eufórica o cuando tiene que agarrarse a algo. Y por supuesto, él le dice que sí. Balbucea diminutivos y ambos se tambalean. No saben qué hora es y tampoco quieren limitarse a celebrar el día en el que nacieron. Les puede el beber al vivir. O, al menos es la naturaleza que les ha ganado la partida. Esa que desordena y puede con todo.
Hoy tienen una noche despejada. Ella vuelve a no estar. Su rostro se derrite como si fuera la cera de una vela. Sentados en su esquina él estira su brazo enseñándole las estrellas. La gente esquiva su margen de acera. Una madre coge a su hijo por los hombros y lo cambia de lado. Él, desafiante, les enseña sus seises con una mueca grotesca y, en cuanto se van, la vuelve a abrazar. Entonces la mece entre palabras bonitas y una luna de cuento.
Excelente relato Carmen.
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Me ha gustado mucho. Sigue así.
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¡Qué ternura y qué amor! y lo que he llorado…
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