BIZCOCHOS DE SOLETILLA de Concha Vallejo

 Relato finalista en el Concurso de relatos escritos por personas mayores 2016. La Caixa-RNE

El sol se ha escondido detrás de los visillos imitación a encaje que me ocultan al mundo; pienso que pronto me traerán la merienda, y no me equivoco, porque aún no han pasado cinco minutos cuando Teresa, la cuidadora de las tardes, abre la puerta, enciende la luz y deja sobre la mesa camilla una taza y un plato, luego me da un cachetito en la mejilla, “ale, Mercedes, empieza ya, que el café con leche enseguida se enfría”, me dice antes de seguir con sus tareas. Yo sonrío y finjo darme prisa, aunque de sobra sé que no se va a enfriar porque nunca ha estado caliente; luego me incorporo en el sillón y me acomodo la servilleta alrededor del cuello para que, si se derrama, el mejunje no me manche el jersey que el otro día me regaló mi nuera en medio de grandes aspavientos sobre lo mucho que le había costado, como si yo no me hubiera percatado del resto de etiqueta cortada muy al ras. En el plato se alinean cuatro bizcochos de soletilla que mojo uno a uno y lentamente, con esa lentitud que desde hace años me acompaña. Los bizcochos representan para mí, lo que la magdalena para Proust, me retrotraen a tiempos muy lejanos, a cuando mi madre me llevaba al hospital, después de cada parto, una caja de “La Dulce Madrileña” que se balanceaba al final de un cordón celeste que ella sostenía con dos dedos.
El placer y el recuerdo son efímeros, apenas duran unos pocos minutos, así que enseguida doblo la servilleta, me levanto y una especie de impulso me lleva a mirarme en el espejo que me devuelve el pálido reflejo de una cara en la que apenas logro reconocerme, porque frente a mí tengo a una mujer con los perfiles desvaídos, los ojos retraídos y el cutis manchado por el paso del tiempo.
Continúo mirando y el reflejo va ganando poco a poco color y nitidez, de modo que el rostro adquiere vida y se une al cuerpo rotundo de una mujer madura que pasea por el parque con un niño y una niña cogidos de la mano. Me reconozco en ella, tiene los mismos ojos y la misma sonrisa que yo tuve. El niño levanta la cabeza y me llama mamá, mi corazón se inflama y se expande, la ternura me embarga y me siento feliz… pero la voz de Teresa me rompe el sentimiento. “Vaya, vaya, Mercedes, conque esas tenemos, así que me ha salido presumida, seguro que la ronda algún admirador”, me dice y se ríe ella misma de su gracia. Yo no contesto, ¿para qué?, si lo hago tendría que decirle que no me hable con esa voz tontona que uno pone cuando se dirige a un niño o a alguien de pocas entendederas. Menos mal que enseguida se va con la bandeja de la merienda entre las manos y yo me vuelvo de nuevo hacia el espejo que restablece el pálido reflejo de mi ahora; insisto en la mirada, ardo en deseos de volverme a encontrar paseando por el parque con mis hijos, pero esta vez es otra la imagen que me viene al encuentro, la de una niña que corre por una playa de Levante, la luz mediterránea en su pelo, en sus ojos y en su risa, perseguida de cerca por su padre, un hombre joven y muy guapo que pronto la agarra por la mano y la arrastra consigo hasta el agua en donde juegan a sirena y delfín.
Apenas han pasado unos minutos cuando la escena va perdiendo sus colores, se va difuminando, borrando sus contornos. Parpadeo, me tapo la cara con las manos porque quiero seguir mirando pero cuando vuelvo a abrir los ojos, únicamente veo el pálido reflejo del rostro impreciso de una anciana.
No importa, me vuelvo a mi asiento lentamente, y lentamente me dispongo a esperar los bizcochos de soletilla de mañana.

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