EMOCIONES, Autor: Joaquín Pérez Sánchez

Mientras los señores de la guerra siguen enfrascados en sus disputas de poder, asustando al mundo con usar armas atómicas “tácticas”, la Organización de Naciones Unidas (ONU) nos anuncia que este mes de noviembre la tierra alcanzará los ocho mil millones de personas. El planeta se nos hace pequeño y las emociones a flor de piel a veces nos dominan.

La primera vez que vi el Estadio Azteca repleto quedé impresionado. Era 1980 y ciento diez mil personas, más o menos, gritando, bebiendo, saltando en las gradas para ver el “juego del hombre” como lo llamó alguna vez el célebre narrador deportivo mexicano, Ángel Fernández. Efectivamente, aunque había muchas mujeres, el recinto en su mayoría estaba repleto por hombres. Al final del partido, creo que era un “clásico joven”, entre dos equipos de la capital del país, un grupo de aficionados (hombres), quizá al calor de las cervezas, aguardó la salida del autobús visitante y lo agredió a pedradas. Los “mirones”, como se les llama a los que por las circunstancias o la suerte ahí nos encontrábamos, tuvimos que salir corriendo hacía donde fuera posible para salvar la trifulca que terminó con la entrada de la “ley y el orden”, es decir, a garrotazos y toletazos que impusieron los “granaderos”, cuerpo especial de choque de la policía.

Esos “pequeños” actos de violencia a veces terminaban en el hospital y otras en tragedia. Ejemplos sobran, no sólo en México, a lo largo y ancho del orbe el “juego del hombre” ha sido acompañado de ese espíritu salvaje. Cada vez menos eso es cierto.

La masividad de ese acto deportivo me proporcionó la sensación de furor y a la vez de impotencia ante el estallido de las emociones. Algo parecido, aunque en un contexto distinto, también tuve oportunidad de apreciar al asistir a una función de lucha libre, también en la capital mexicana.

Decenas de personas formadas tranquilamente, comparten charla, alguna golosina, comentan sobre las diversas máscaras de luchadores que se venden en las afueras de la arena. Un ambiente relajado donde hombres, mujeres y niños avanzan ordenadamente para entrar al recinto donde aguardan los “modernos gladiadores”. Una vez iniciado el espectáculo, “a tres caídas sin límite de tiempo”, uno a uno de los espectadores se va transformando. Algunos ayudados por el frescor de las cervezas, pero la mayoría excitados por las formas y los actos profesionales de los luchadores que se baten en el pancracio.

El “bien contra el mal”, máscara contra cabellera, los rudos contra los técnicos, hombres y mujeres decorados en colores y capuchas, escondiendo al ser humano que, con habilidad felina, realiza su actuación en el cuadrilátero.

La lucha libre es un acto de transfiguración. Absorto en el espectáculo, por un instante me detuve a observar a una señora de avanzada edad que se encontraba en la primera fila, justo enfrente del escenario. Su risa extasiada y sus ojos brillantes seguidos de una voz chillona, pero potente, me perturbaron: ¡Mátalo!, ¡rómpele la madre!

La parálisis me duró unos segundos, luego ante el empuje y la habilidad de los luchadores, me uní al festín. A la salida de la función, nuevamente los presentes charlan, describen las proezas acrobáticas de sus “héroes enmascarados”, mientras la adrenalina desciende al mismo tiempo que la oscuridad de la noche los engulle por las calles de la gran urbe.

Hace algunos años que no asisto a este tipo de espectáculos, la lucha libre, porque es un acto muy circunscrito a México, aunque se practica en otras partes del mundo y el futbol porque ahora ya no encuentro ganas de sentir esas emociones. Ahora sólo las imagino frente a la pantalla y trato de recordar como basta un instante para que la emoción nos atrape.

Así que seremos 8 mil millones. Ojalá la emoción no les gane a los “hombres de la guerra”.

Estocolmo octubre del 2022

(Autor de la fotografía de cabecera: Joaquín Pérez Sánchez)


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