BAÑISTAS, Autora: Raquel Arqued

Se apoya en el codo y me pregunto cómo esa pequeña superficie puede aguantar el peso de toda la musculatura. Deltoides en los que se distinguen los tres fascículos, pectorales que nada envidian a amas de crianza, abdominales de coraza medieval. Un slip rojo súper héroe intenta contener el origen de los cuádriceps que, de no ser por estar reposando sobre un amplio pareo de dibujos orientales, de estar erguidos serían columnas. La piel tiene el mismo tono que las sandalias de cuero que sujetan las esquinas del pareo: marrón. Un color obtenido gracias al bote de aceite bronceador medio vacío que está tirado junto a las llaves y el móvil. Todo esto disfraza una piel deshidratada, con células en proceso degenerativo desde hace más de veinte años ayudadas por la química de los botes culturistas para parecer más jóvenes. La raleza del cabello es ocultada por el tinte negro. Si llegara a bañarse desteñiría, «destintaría» como un calamar.

La mirada la dirige hacia sí mismo y no percibe el ligero temblor de los granos de arena sobre la superficie de la playa.

Gris. Así es la elegante melena de la anciana que embadurna su cuerpo hasta dejarlo como superficie antártica. No se ha quitado aún la camisola de tirantes, esa con flores tan grandes y primaverales colores que casi se confunden con las sesenteras de gama ocre de la toalla rematada con flecos sobre la que se asienta. Estrecha, si se tumbara sería la más colorida mortaja. Las arrugas cruzan su cara como sábana que no conozca plancha, sus varices transparentan como ríos en toma aérea y las carnes se caen como el tiempo tras la jubilación. No levanta la mirada hacia el horizonte.

Si lo hiciera, descubriría que las aguas se han retirado sin mediar orden de Moisés.

La nevera portátil casi roza el voluminoso bolso de la vecina de playa. Una pelota gigante con publicidad de fotografía oscila como la llama de una vela de cumpleaños entre la nevera y las patas de la silla. La lona rayada de esta tiene chorretones ocultos bajo el cuerpo que la ocupa. Un hombre cubierto por una camiseta blanca de tirantes, acanalada, prenda que induce a pensar en la avanzada edad de su dueño. El bañador cual pantalón corto de pijama lo confirma. Una lata de cerveza lo sostiene, que no al revés, y ella y las que la sustituirán en breve se irán calentado una tras otra. La mirada se concentra en su bebida; la bebida, en su sangre y en su cerebro.

Al abotargamiento de este le impedirá reconocer una pared de agua a lo lejos.

La carpa la protege de los rayos solares que no necesita pero que igualmente la dañan. Mira hacia la orilla en busca de sus niños. Extiende la mesa y esta es conquistada por los táperes de cinta de lomo, tortilla de patata con cebolla y empanada. Un bol redondo de fresca ensalada preside el escaso hueco. Observa a sus niños que juegan con las palas en la orilla. Despliega varios taburetes bajos y cuelga pareos como paredes protectoras del improvisado hogar. No pierde de vista cómo se elevan las torres de un castillo con los cubos de su parejita. Grita a uno de ellos para que se sacuda la arena del culo, que luego le va a picar. Dispone el altavoz colgando de una de las barras transversales. La música rodea la carpa y extiende su radio de acción como bomba nuclear veinte metros a la redonda.

Ella levanta la vista vigilante de vez en cuando, una ojeada selectiva que solo enfoca a su progenie; y con tanto ruido le pasará desapercibido el silencio.

De pie, una pareja se besa. No se besa, perdón, se saborea: sal. Perdón de nuevo: se come. Sandía. Saben a sandía. Al líquido que resbala por el mentón y que es lamido; al que discurre entre los pechos descubiertos y es bebido. Tumbados, la misma pareja se acaricia. Ella sujeta la nuca masculina y lo mira. Él palpa las nalgas que lucen separadas por la frontera del tanga. Ella entrelaza sus piernas como hiedra a la pared. Él recorre la espalda y, combinando las presiones entre dedos y talón, dirige la cópula danzada. Bailan de pie, tumbados, en la arena, dentro del agua.

Y como solo tienen ojos el uno para el otro, no verán al resto inútilmente huyendo despavoridos.

Raquel Arqued González

04-02-2020


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