NINGÚN RELATO ES INOCENTE, Autora: Ana Santamaría Núñez (Reseña a la novela LLUVIA FINA, de Luis Landero)

NINGÚN RELATO ES INOCENTE

Ana Santamaría Núñez.

Lluvia fina.  Luis Landero.

Tusquets Editores. Barcelona, 2019. 268 págs.

Tenía mucha razón Tolstoi al comenzar Anna Karenina: «Todas las familias felices se asemejan; cada familia infeliz es infeliz a su modo». La familia es un asunto del que cualquiera puede hablar, es un mal o un bien inherente al mero hecho de estar vivo, algo de lo que cada persona pudiera escribir su propio relato.  Para Landero no es un simple tema, es el pilar que sostiene algunas de sus novelas, en especial destacaría El balcón en invierno, una novela deliciosa muy cercana a la autobiografía.

Lluvia fina es una novela con una trama aparentemente sencilla: con motivo del ochenta cumpleaños de la madre, el hijo pequeño decide organizar una fiesta a la que convoca a sus hermanas y al resto de familiares. Esta convocatoria, además de una finalidad festiva entraña un propósito de reconciliación del clan, habida cuenta de que entre los miembros que lo forman se han dado una serie de desavenencias que han provocado la distancia y la evidente falta de relación entre ellos.

            Desde las primeras páginas, Landero quiere dejar constancia de que nada es inocente y mucho menos las palabras. La reflexión en voz del narrador del primer capítulo será el punto de retorno al que acudir una vez llegado el final de la novela. De esta manera, se entiende la razón por la que el autor insiste en la falta de inocencia de los relatos, de las conversaciones, incluso de lo que se habla en sueños. Todo es un riesgo. Esa premisa con la que se abre Lluvia fina deambula en cada una de sus páginas hasta un final que se torna trágico e incluso desagradable.

            Lluvia fina es el título que resume con acierto la sensación que produce su lectura, también vislumbra la forma en la que se van sucediendo las escenas, y, por supuesto, engloba la imagen de la rutina, de las pequeñas acciones diarias que van calando hasta los huesos sin que apenas se les ofrezca resistencia.  El resultado será acabar empapado sin poder distinguir una gota mayor que otra, ni siquiera la que haya producido el rebosamiento. La simbología que conlleva esta lluvia fina provoca una crecida de los sentimientos y de las emociones. Las pequeñas gotas golpean en el cristal de la memoria, en el recuerdo, en los días de ayer que se tienen tan presentes y que se han construido alimentados por el peso de los rencores, de las rencillas no resueltas, de lo no dicho o de lo mil veces repetido.

            «Sencillez» es una palabra que define el estilo de Luis Landero.  Se podría decir que es el denominador común de sus temas y la característica de su forma de contar.  Pero no se puede incurrir en el equívoco: esta manera de narrar historias y, en concreto, la forma en la que aborda esta novela es harto compleja. Que el lector, la lectora, se sienta testigo y parte de una historia es debido a la maestría del autor. Landero despliega en Lluvia fina un oficio que le hace uno de los grandes novelistas contemporáneos. La novela cuenta con un narrador omnisciente que se alía en el tercer capítulo con la voz de una protagonista y testigo de la historia. La voz de Aurora –esposa de Gabriel, el organizador de la fiesta– y la complicidad que sugiere hace que la lectura sea activa, que quien lee la novela se convierta en parte de ella. Aurora es la confidente, es esa persona que escucha a todos sin juzgar, que siempre está, que sabe guardar secretos; todo ello le hace poseedora de un don especial que se valora de forma unánime. Así, la novela intercala la voz narrativa omnisciente con la primera testigo de Aurora, pero, además se pueden oír las voces de todos los personajes en una perfecta telaraña de intervenciones, hasta el punto de poder hablar de una novela coral con tintes teatrales. La limitación de tiempo, seis días, y la agilidad y maestría en el tratamiento de los diálogos facilitan la comprensión y la viveza de la historia.

            La técnica que utiliza a la hora de entrelazar las reflexiones y las conversaciones telefónicas, simultaneando –incluso– distintos interlocutores, junto con los diálogos en el tiempo real de la novela, hacen que como lectora haya aprendido y aceptado el código, y  me haya sentido inmersa en esa trama familiar sin ningún tipo de confusión. Landero se vale de esa economía de medios, tan valorada en la literatura, para hacer avanzar la intriga sin encadenar discursos indirectos ni demasiadas acotaciones. Las rayas de diálogo se suceden con la naturalidad de una conversación a dos o tres bandas y hasta en distintos espacios; los personajes hablan y las voces se distinguen.

            La novela se vale de la repetición de historias, de anécdotas que –como ocurre en la mayoría de las familias– se escuchan desde la niñez en sus distintas versiones. La técnica dialogal que utiliza Landero da la posibilidad de conocer todos los puntos de vista y llegar a concluir que ni la verdad ni la mentira son algo absoluto. Se puede empatizar con un personaje u otro, e identificar rasgos de cada uno gracias a la cuidada construcción que el autor realiza. La claridad con la que se dibujan todos ellos es uno de los platos fuertes de la novela.

            La madre, en torno a la que se va a hacer la fiesta, es una mujer de la España de medio siglo, muy estricta, poco cariñosa, cuyo objetivo en la vida ha sido la supervivencia a costa de sacrificar la felicidad e incluso el cariño de sus hijos. Sonia, la hija mayor, es una mujer delicada y abnegada; sometida, en primer lugar al yugo maternal, y después al de un matrimonio concertado que le arrebata la inocencia con tan solo catorce años. Andrea es otra de las hermanas, una mujer soñadora a la que la falta de afecto y consideración la llevó a aparcar sus sueños y a vivir atrapada en su música, sus historias y su fantasía. Gabriel, el hermano pequeño, es el favorito de la madre, un filósofo que desde niño es un escéptico, un hombre que cree que la felicidad puede aprenderse y que, como todos en este clan, esconde un secreto. Horacio es el exmarido de Sonia, tiene una vinculación muy especial con la madre –que se encarga de construirlo a base de palabras– y también con Andrea. Es un hombre infantil y siniestro, que vive rodeado de juguetes y que dará el tinte trágico a la novela. Aurora, como dije anteriormente, es la mujer de Gabriel y la confidente de todos ellos; conoce sus vidas, sus anécdotas, sus miedos. Ella también tiene algo que contar, pero permanecerá en segundo plano hasta el desenlace. 

            La narración funciona como mecanismo de consuelo, Aurora se hace eco de las distintas perspectivas de cada historia y por eso augura desde el principio que ese intento de reunir a la familia va a reavivar las heridas y las afrentas de siempre; ella aconseja no remover el pasado, pero Gabriel se obceca en la idea de llevar a cabo la reunión. Existe un precedente nefasto, la última reunión familiar fue un auténtico fracaso; el fatídico día está en el recuerdo de cada uno de los miembros y, como ocurre con otros recuerdos que se cuentan en la novela, los puntos de vista son distintos. Los hermanos comparten una coletilla común, anticipan un te quiero mucho o la aprecio mucho, pero… y el exabrupto o el reproche va a renglón seguido.

            Esta novela evidencia cómo las pequeñas cosas –un currusco de pan, una sortija, unas horas de ausencia– pueden desencadenar grandes tragedias. Pone foco en la trascendencia de aquello que se vive en la niñez. Para el autor, la infancia es una etapa muy relevante puesto que, como ocurre en la novela, condiciona el carácter y la forma en que se relacionan los personajes con el mundo y entre sí. «Yo creo, Aurorita, que aquellas historias nos infantilizaron para siempre. Nos quedamos todos cautivos en la niñez». 

            La figura del padre y su muerte –cuando los hijos son apenas unos niños– muestra momentos fundacionales en la familia que tienen aún significación en sus vidas adultas.  El hecho de que la madre tome las riendas y emprenda un negocio –una mercería a la que no pone nombre– será otro de los hitos que marcará sus vidas, sobre todo las de las hijas, ya que la madre mantiene una mentalidad machista y ventajista respeto a su hijo, Gabriel, al que trata de liberar de las obligaciones familiares eximiéndole de toda responsabilidad.  La relación y los afectos entre ellos, las preferencias y los gestos o detalles –algunos nimios– van construyendo una historia familiar de tristezas, reproches, mentiras y rencores.

            Luis Landero presenta una novela que alimenta el placer de leer. Como en otras ocasiones, hace un alegato a la memoria, los recuerdos y tinta sus páginas de reflexiones sobre la vida. Lluvia fina nos habla de la decadencia de las ilusiones y se vale de una reconocible maestría y sutilidad que arrastra a un final que es un relámpago en una tarde lluviosa.

Ana Santamaría Núñez


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